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Parménides decía que el ser era eterno, inengendrado, imperecedero, inmovil y único. Heráclito creía todo lo contrario: el ser es lo siempre cambiante.
Para Parménides el ser debe tener esas características porque si el ente, lo que es, se mueve, se debe mover hacia algo que es diferente de él mismo, o sea, lo que no es. Es inengendrado por una razón parecida: si fuese engendrado sería de algo distinto de él, o sea, la nada. Por lo tanto es también inengendreado. Por todo esto podemos decir que también es único.
Para Heráclito, en cambio, el ser era el resultado de la lucha entre los contrarios. El devenir entre lo vivo y lo muerte, la noche y el día, la primavera y el invierno, forman la unidad del cosmos ordenado. La luche entre estos opuestos, ordenada por la justicia, crea el cosmos más bello posible.
Los sofistas y Sócrates discutían porque los primeros era relativistas. Estaban seguro de que se podía hacer del peor argumento uno bueno. Tampoco creían que se pudiesen establecer leyes absolutas ya que cada ser humano es dueño de una porción de la verdad.
Sócrates, en cambio, no era relativista y pensaba que el conocimiento era el parámetro para establecer leyes y hábitos para vivir.