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Para numerosos mitos, cosmogonías y religiones los comienzos de la humanidad coinciden con la creación de una primera pareja Apsu y Tiamat, Yama y Yami, Adán y Eva... ¿Es posible que esta imagen de la célula familiar original hombre, una mujer y su progenie se esté convirtiendo, en la actualidad, en un modelo universal?
Sin embargo, por lejos que nos remontemos en el tiempo, encontramos siempre estructuras familiares más vastas y complejas clanes, tribus, linajes, comunidades campesinas o urbanas donde varias generaciones conviven y producen de manera solidaria, donde el ejemplo de los antepasados sigue inspirando a sus lejanos descendientes, donde las mismas costumbres se perpetúan a lo largo de los siglos y donde, por último, los cultos religiosos están profundamente enraizados...
Manantial y refugio para cada cual, espacio jerarquizado y codificado, agobiante para algunos pero que a todos da seguridad, la familia en sentido amplio constituye desde hace miles de años el vínculo social más resistente y el lugar donde se conservan y transmiten los signos distintivos de la cultura de un pueblo.
Pero actualmente ese vínculo tiende a debilitarse, y ese lugar privilegiado padece cada vez más los embates desintegradores de la sociedad moderna. Familia reducida, familia nuclear, e incluso familia monoparental... ¿Las células sociales de base no se están reduciendo en todas partes a su mínima expresión? ¿Y la uniformidad y la monotonía no están acaso substituyendo de manera inexorable la diversidad cultural de la que la familia ha sido hasta hoy un baluarte?
Aunque contrarrestadas por el predominio y la vitalidad de las exigencias comunitarias, se perfilan algunas tendencias que parecerían confirmar este empobrecimiento. Pero cabe preguntarse si la humanidad, esa raza de imprevisibles creadores, no está explorando, en medio del sufrimiento y la improvisación, formas novedosas de sociabilidad que permitan por fin conciliar la solidaridad familiar con la libertad individual.
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