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Con la llegada del atardecer y los últimos rayos del sol iluminando la cordillera, se escucha de lejos bramar al cerro El Alcázar como una queja eterna de la raza, es un grito por los indios huarpes.
Cerro El Alcázar
Cerro El Alcázar, magnífico mirador natural de un multicolor panorama donde la erosión ha esculpido en la arenisca formaciones de sorprendente morfología que lo asemejan a los alcázares europeos del medioevo, de ahí su toponimia.
Ésta es la leyenda del cacique de la tribu Huarpe, quien perdió la vida en un enfrentamiento con los cristianos que lo perseguían:
En las épocas de la conquista, los españoles, decididos a terminar con la rebeldía de este pueblo que se creía dueño de la tierra, encargaron a un capitán llamado Diego Salinas la realización de una campaña para demostrar a los huarpes su poderío.
Huazihul, señor de los huarpes, era un joven fuerte, alto, ancho de espaldas y de manos recias. Su hermoso rostro de pelo abundante había enamorado a todas las muchachas de la tribu. Su sola mirada resplandeciente como la noche hacía suspirar a las jóvenes y temblar a los guerreros.
Este valiente, habiéndose enterado de los ataques de los españoles a los poblados, acaudilló las huestes y avanzó hasta el valle de Tulum. El español salió al encuentro a los pies del cerro pero el guerrero, advirtiendo la desigualdad de fuerzas, retrocedió con los suyos. Fueron perseguidos de cerca por las cornisas de la montaña, encerrados y a la vista de sus familias, presentaron batalla sobre las pétreas hondonadas.
Fue un combate aniquilador y Huazihul se retiró a la montaña seguido de un puñado de sobrevivientes pero Salinas que tenía fama de valiente y arrojado, buscó medirse con el jefe huarpe y subió a la montaña por los ignorados pasadizos.
Encendidos los ojos en la tez tostada, Huazihul de pie, desde un risco lo observaba, su honor estaba en juego, pendía en la mano el arco, el pulso firme, miró, escrutó la armadura enemiga e inició una lluvia de flechas que rebotaban sobre los españoles. Luego, arrojó el arco, desesperado y enardecido por la fallida puntería. Entonces, dando un furioso alarido, saltó al frente del adalid odiado. Un instante y el brazo izquierdo del cristiano quedó herido; en respuesta la hoja toledana abrió una profunda herida en el corazón del amta huarpe; la piedra se embebió de sangre y los ojos del guerrero vencido se cerraron para siempre sobre la roca materna, frente al claro firmamento. Con él quedó dominada la resistencia de su pueblo.
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