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Explicación paso a paso:
¿Qué hace el lobo cuando la loba y los lobeznos tienen la panza vacía y sufren hambre, y se lamentan y riñen entre sí? ¿Qué hace? Yo digo que el lobo sale de su guarida y va en busca de algo de comer y, movido por la desesperación, hasta es capaz de bajar al pueblo y meterse en una casa. Y a los campesinos que lo matan no les falta razón para matarlo; pero tampoco le falta al lobo para metérseles en las casas y morderlos. —¿Para qué echáis hijos al mundo? ¿Para que sufran? Y tú, entre tanto, ¿por qué no te dedicas a recoger colillas? Recogiendo colillas, siempre puede uno sacar algo.
Pero yo no tenía ganas de ir recogiendo colillas: yo quería trabajar con mis brazos. Una noche, lleno de desesperación, dije a mi mujer:
—Ya no puedo más… ¿Sabes qué te digo? Me pongo en una esquina, y al primero que pase…
Mi mujer me interrumpió:
—¿Quieres que te metan a la cárcel?
—Por lo menos, en la cárcel comeré —repliqué.
—Tú, sí… ¿pero nosotros? —dijo ella.
Su objeción me pareció decisiva, lo confieso.
Fue Puliti quien me sugirió la idea de la iglesia. Frecuentaba las iglesias para mendigar y puede decirse que las conocía todas. Dijo que si encontraba la manera de hacer que me encerraran por la noche en una iglesia, después, por la mañana, sabiendo arreglármelas, podía escaparme sin que me vieran. Sin embargo, me advirtió:
—Ten cuidado… mira que los curas no son nada tontos… las cosas de valor las guardan en su cajas de caudales, y solo dejan a la vista lo que vale poco.
Añadió que, si yo la pagaba, él se comprometía a vender los objetos que robara. En pocas palabras, me puso, según suele decirse, una pulga en el oído; y aunque yo no pensaba en la cosa, y tanto menos hablaba, el hecho es que las ideas son como las pulgas: caminan solas, y cuando menos se lo espera uno, le pican y le hacen saltar.
Así, una de aquellas noches la idea me picó, y yo hablé con mi mujer. Conviene saber que mi mujer es religiosa y que en el pueblo se pasaba más tiempo en la iglesia que en casa. Me dijo:
Yo había previsto semejante objeción, y le contesté:
—No será un robo… ¿Para qué están las cosas en las iglesias? Para hacer el bien… Si nosotros sacamos algo, ¿qué hacemos? Pues, hacemos el bien… ¿A quién, en efecto, habríamos de hacer el bien, sino a nosotros mismos, que padecemos tantas necesidades?
Mis palabras parecieron causarle impresión, y me preguntó:
—¿Cómo has podido pensar estas cosas?
—No te preocupes, y contéstame: ¿acaso no está escrito que hay que dar de comer a los hambrientos?
—Sí.
—¿Estamos o no estamos hambrientos nosotros?
—Sí.
—Y bien: cumpliremos nuestro deber… más aún, haremos obra de bien.
En resumen, tanto le dije, insistiendo con la religión que, según sabía, era su punto débil, que la convencí. Después agregué:
—Pero como no quiero que te quedes sola, me acompañarás… Así, si nos pescan, iremos juntos a la cárcel.
—¿Y los chicos?
—Los chicos se los dejaremos a Puliti… Dios velará por ellos.
De esta manera nos pusimos de acuerdo, y luego hablamos de la cosa con Puliti. Este discutió el plan, y lo aprobó; pero al fin, alisándose la barba, me dijo:
—Domenico, yo soy viejo, hazme caso… no pierdas tiempo con los corazones de plata… valen poco. Ocúpate de las joyas.
Cuando pienso en Puliti, en su barba y en la gravedad con que me daba semejantes consejos, casi me río.
El día establecido dejamos los chicos al cuidado de Puliti y con un tranvía bajamos a Roma: precisamente como dos lobos hambrientos que del monte bajan al pueblo; cualquiera, viéndonos, hubiera podido tomarnos por lobos: mi mujer, baja y toda hombros y pecho, levantado el pelo crespo que le formaba como una llamarada en la cabeza, la expresión decidida; yo, flaco, demacrado, la cara sucia de barba, los ojos hundidos y relucientes. Habíamos elegido una iglesia antigua, situada en una calle transversal del Corso. Era una iglesia grande, y muy oscura para estar rodeada de altas casas; tenía dos filas de columnas y, más allá de estas, dos naves angostas y tenebrosas con una serie de capillitas llenas de tesoros.