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Un pobre aldeano, yendo un dia al monte por una carga de leña para venderla y comprar con su producto pan para alimentar sus hijos, se encontró en el camino una bolsa, y dentro de ella cien doblones de oro, cuya vista alegraba el corazón.
El aldeano los contó con placer; formó proyectos y echó cálculos agradables descubriendo delante de sí un porvenir de abundancia y de felicidad. Después reflexionó que aquel dinero tenia dueño, se avergonzó de sus proyectos, y escondiéndola bolsa se marchó al campo á su trabajo. Por la noche la leña no se habia podido vender, y el aldeano y su familia no tenian pan.
— Terrible es la tentación, decia el pobre hombre, pero este dinero no es mió y no debo gastarlo. Dios, que cuida de los insectos, cuidará de mi y de mis hijos.
Por la mañana se pregonó por las calles, como era costumbre en aquellos tiempos, el nombre del que habia perdido la bolsa, ofreciendo de hallazgo veinte doblones al que la entregase.
— Aquí la tenéis, dijo el buen aldeano presentándola al dueño, que era un comerciante de Florencia.
Pero este, por eximirse de pagar la oferta, examinó la bolsa, contó el dinero, y dijo fingiendo enojo:
— Mi bolsa, buen hombre, es esta, pero el dinero no está completo, porque yo tenia en ella ciento treinta doblones y solo me traéis ciento, y como es claro que me habéis robado lo demás, voy á pedir que os castiguen por ladrón.
— Dioses justo, dijo el paisano, y sabe que digo verdad.
Los dos contendientes fueron conducidos a la presencia del gran duque Alejandro de Médicis, que hacia por sí mismo justicia á su pueblo.
— Hazme, dijo al aldeano, una relación sencilla y verdadera de este suceso.
—Yo, señor, he encontrado la bolsa yendo al monte; he contado el dinero y solo contenia cien doblones.
— ¿Y no has pensado en que con ese dinero podías ser feliz?
— Tenia en mi casa una mujer y seis hijos esperando la leña que habia de llevar para venderla y comprar pan. Perdonadme, señor, si en esta situación he pensado en servirme del oro, porque efectivamente ha habido un momento en que lo he mirado con codicia. Después he reflexionado que tendría dueño, tal vez con mas obligaciones que yo, la he escondido, y en vez de volverme á casa me he ido á trabajar. — ¿Has dado cuenta á tu mujer del hallazgo?
— He temido su codicia y me he callado!
— ¿Y nada, absolutamente nada has tomado dé la bolsa?
— Señor, mi familia, mis pobres hijos se han quedado sin cenar, porque la leña no se pudo vender.
— ¿Qué dices tú? preguntó el gran duque al mercader.
— Señor, que todo lo que dice este hombre es falso, porque mi bolsa tenia ciento treinta doblones, y solo él se ha podido quedar con los que faltan.
— Por ninguna parte hay pruebas, dijo el gran duque, pero sin embargo, creo que este pleito es fácil de sentenciar.
Tú, pobre aldeano, reñeres el hecho con tal naturalidad, que no es posible dudar de lo que dices, mucho mas cuando has podido quedarte todo, lo mismo que una pequeña parte. Tú, comerciante, gozas de buena posición y de mucho crédito para que podamos presumir de tí un engaño. Diciendo los dos verdad, es claro que el bolsillo que se ha hallado este hombre con cien doblones es otro distinto del tuyo, que tiene ciento treinta.
Recoge, pues, el bolsillo, buen hombre, dijo al leñador, y llévalo á tu casa hasta que parezca su dueño, y si por casualidad te vuelves á encontrar otro con ciento treinta, llévalo á este honrado comerciante, que entonces, como será el suyo, te cumplirá su palabra dándote los veinte doblones que ofreció. Entretanto, como premio de la honradez con que te has portado presentando el bolsillo, siendo tan pobre, señalo para tí y tu familia treinta doblones al año sobre mis rentas.
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