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Se llama Roberto Soto pero, nadie sabe muy bien por qué, le dicen Chufa. No llega a los veinte años, tiene el pelo liso y muy grueso y unos pómulos abusivamente hundidos. Una cara filuda tiene. Una cara, se diría, chupada por el propio filo de sus hendiduras. Chufa nació en el sur y ahora, a las ocho de una noche de diciembre, está en la capital. Después de la muerte de sus padres no le quedó otra salida. O sí: podría haber azotado calles en el sur. Prefirió azotarlas en el centro, en la latitud 33 o por ahí, y entonces subió a un bus provincial, llegó a la capital de la región, subió a un bus nacional, llegó a la capital del país y aquí está: en el rodoviario, como llama la gente ahora al terminal de buses, con un par de billetes y algunas monedas sueltas en el bolsillo, y la intuición de hallarse en la mitad de un hormiguero, de ser él mismo una hormiga cualquiera.
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