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Nadie me ve, soy invisible.
Hay mucha gente, policías, médicos, periodistas y algún que otro transeúnte que se ha parado a mirar. Nadie me ve y aún así vienen a verme, tirada en el suelo y con la piel azulada. Me han tapado con un plástico amarillo y siento frío. Preguntan qué ha pasado pero solo lo sé yo.
He olvidado mi nombre, mi niñez y toda mi mente está ocupada con esos últimos minutos de agonía. Miles de reproches que amenazan con hacerme culpable de mi propia muerte. Siento rabia, impotencia y mucho dolor, nada físico. Ahora todo es abstracto, impalpable.
Los policías revolotean como abejas en las flores, con máscaras insensibles a todo lo que les rodea. Ya están acostumbrados a estos sucesos. Me he cansado de verme entre señales amarillas que recolectan pruebas inservibles para una condena inexistente.
Los periodistas, con su disfraz de congoja, juegan a adivinar cuál es mi historia. Merodean como buitres y mi muerte es su presa. Oigo llantos. Alguna vecina derrama lágrimas mientras declara que era una buena chica, que no me merecía esto. Nadie lo merece. Otros se preguntan si llevaba la falda demasiado corta.
Ahora me arrepiento de no creer en nada, de no tener a qué atenerme. Aún así rezo, con lo poco que queda de mi alma arrebatada a puñetazos a dos pasos del portal de mi casa. Si existe un cielo espero que llegue pronto.
Me pregunto cuánto durará este circo, cuánto tiempo seré portada del periódico, si seré trending topic esta semana.
Cuánto tardarán en olvidarse de mí y en convertirme en un número más en la lista que no deja de sumar víctimas.