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En solo veinte años, de 1750 a 1770, su población pasó de un millón de habitantes a más de dos. Ante este crecimiento vertiginoso, muy superior al de cualquier país europeo, no faltó quien profetizara que Norteamérica se convertiría con el tiempo en el centro del Imperio británico. Así pensaba, por ejemplo, Benjamin Franklin, futuro padre de la independencia. En principio, los colonos estaban acostumbrados a que Londres les permitiera un alto grado de autonomía, sin interferir demasiado en sus asuntos (el “descuido saludable” del que hablaba el escritor anglo-irlandés Edmund Burke, favorable a las colonias en su disputa con la Corona).
La situación cambió a raíz de la guerra de los Siete Años, una especie de conflagración civil europea con ramificaciones en ultramar. El conflicto provocó serios apuros financieros a Inglaterra, un estado con ocho millones de libras de presupuesto anual que destinaba cinco a pagar los intereses de su deuda pública. ¿Cómo sanear la hacienda? La respuesta pareció obvia a muchos. Las colonias tenían que contribuir con más recursos.
No podía continuar por más tiempo una situación en la que las colonias soportaban una presión fiscal ridícula en comparación con los ciudadanos de la metrópoli. Si un habitante de Massachusetts pagaba un chelín al año, el contribuyente británico desembolsaba veintiséis. La subida de los impuestos no se hizo esperar. Cuando la ley del Timbre gravó libros, prensa y documentos jurídicos, muchos se sintieron ofendidos. La cuestión no era tanto el dinero, que también, como el hecho de que las autoridades impusiesen una nueva carga sin el consentimiento de los ciudadanos.
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