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Para introducirnos en la historia de este ícono de la escultura ecuatoriana, debemos remontarnos al siglo XVIII, cuando la escuela quiteña era una de los semilleros de arte más importantes del nuevo mundo. Docenas de artistas, especialmente de raza indígena o mestiza, se especializaban en los talleres de los conventos o en aquellos pertenecientes a los grandes maestros que décadas antes se habían formado junto a los sacerdotes, para luego seguir nutriendo la fama de la Escuela que, muy trágicamente, se apagaría durante la época de las revoluciones independentistas del siglo XIX y nunca más volvería a cobrar la importancia de antaño.5
Bernardo de Legarda era uno de aquellos maestros mestizos que hicieron brillar el arte quiteño; se había dado a conocer en 1731 con su primer trabajo importante, restaurando una imagen de San Lucas para la iglesia quiteña de Santo Domingo, y desde entonces comenzó a ser solicitado por su impecable trabajo.5
En 1732 fue contratado por los padres franciscanos, quienes le encargaron una imagen de la Virgen de la Inmaculada Concepción para uno de los retablos de las capillas laterales de la Iglesia de San Francisco que regentaban en la ciudad de Quito.5 Legarda, consciente de que difícilmente podría crear una iconografía propia con una imagen tan tradicional como la de la Inmaculada (aquella que no carga al niño, porque apenas está por concebirlo por obra y gracia del Espíritu Santo, y cuyos colores son siempre el blanco y el azul), nunca pensó siquiera en que lograría la obra más representativa de la escultura de lo que más tarde sería el Ecuador. La obra fue entregada a los franciscanos el 7 de diciembre de 1734, fecha que se puede constatar en los muñones de las manos de la virgen, donde además el artista dejó plasmada su firma.