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Estamos en el cuadragésimo primer milenio.
El Emperador ha permanecido sentado e inmóvil en el Trono Dorado de la Tierra durante más de cien siglos. Es el señor de la humanidad por deseo de los dioses, y dueño de un millón de mundos por el poder de sus inagotables e infatigables ejércitos. Es un cuerpo podrido que se estremece de un modo apenas perceptible por él poder invisible de los artefactos de la Era Siniestra de la Tecnología.
Es el Señor Carroñero del Imperio, por el que se sacrifican mil almas al día para que nunca acabe de morir realmente.
En su estado de muerte imperecedera, el Emperador continúa su vigilancia eterna. Sus poderosas flotas de combate cruzan el miasma infestado de demonios del espacio disforme, la única ruta entre las lejanas estrellas. Su camino está señalado por el Astronomicón, la manifestación psíquica de la voluntad del Emperador. Sus enormes ejércitos combaten en innumerables planetas. Sus mejores guerreros son los Adeptus Astartes, los marines espaciales, supersoldados modificados genéticamente.
Sus camaradas de armas son incontables: las numerosas legiones le la Guardia Imperial y las fuerzas de defensa planetaria de cada mundo, la Inquisición y los tecnosacerdotes del Adeptus Mechanicus por mencionar tan sólo unos pocos. A pesar de su ingente masa de combate, apenas son suficientes para repeler la continua amenaza de los alienígenas, los herejes, los mutantes… y enemigos aún peores.
Ser un hombre en una época semejante es ser simplemente uno más entre billones de personas. Es vivir en la época más cruel y sangrienta imaginable. Éste es un relato de esos tiempos. Olvida el poder de la tecnología y de la ciencia, pues mucho conocimiento se ha perdido y no podrá ser aprendido de nuevo.
Olvida las promesas de progreso y comprensión, ya que el despiadado universo del futuro sólo hay guerra. No hay paz entre las estrellas, tan sólo una eternidad de matanzas y carnicerías, y las carcajadas de los dioses sedientos de sangre.