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La función natural del gobierno es el mantenimiento del orden público. El Estado surge como instrumento gubernamental destinado a asegurar una mayor eficacia en este cometido. Sin embargo, desde el principio, el Estado se convierte en una herramienta al servicio de otros muchos fines y valores morales que acabarán siendo considerados tan públicos como el inicial y relativamente abstracto concepto de orden en el ámbito de lo compartido.
Parece lógico que un gobierno, buscando salvaguardar la forma de vida de sus ciudadanos, se adapte a las exigencias del marco de integración política en el que se halle inmerso. La seguridad externa proporciona al poder político la disculpa para pugnar contra el resto de entes soberanos dentro de un juego de intereses y rencillas. Los individuos soportan el discutible deber que consiste en sufragar los costes derivados de esta actividad.
La seguridad interna exige la anulación de cualquier tipo de poder alternativo distinto al central que pudiera cuestionar sus decisiones, y en el espejismo de domeñar a los grupos de interés, el Estado se vuelca en supervisar, regular e intervenir en un creciente ramillete de ámbitos económicos y culturales, que termina por abarcarlo absolutamente todo. El efecto no demasiado tardío será que la estatalización de la sociedad derivará indefectiblemente en un proceso de socialización del Estado a manos de grupos y sociedades de interés.
El conjunto denominado "orden público" pasa a incluir cuestiones que afectan a la integración moral de la ciudadanía. Se trata de suplantar el poder religante de la iglesia (en su caso) a través de la formación de un credo nuevo, estatalista, surgido del híbrido nihilista-racionalista, que seculariza la esperanza y sustituye al Dios trascendente por un nuevo Dios mundano: el Estado.
Convertido el Estado en dictador moral, pese a los iniciales retazos liberales de su constitución (que heredan la versión individualista del cristianismo), la estatolatría incorpora la faceta colectivista del cristianismo como base sobre la que erigir un nuevo imperio moral sobre los individuos. Tal es la intensidad con la que el estatismo adopta estos principios que incluso termina negando su origen y fundamento cristiano, transformándolos en algo propio, nuevo, moderno, desplegados desde el relativismo positivista y un racionalismo impostado. El Estado expropia la moral y el Derecho al proceso social, convirtiendo la Legislación en potencial fuente de cualquier tipo de norma. El modo de pensamiento que lo ensalza y justifica se nutre del proselitismo de una intelectualidad que repite hasta la saciedad los fundamentos del nuevo credo dominante. Nacen lo políticamente correcto y el pensamiento único.