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Desde la llegada de los conquistadores, la historia de Chile ha estado íntimamente relacionada con la de su minería. Almagro y Valdivia llegaron a nuestro territorio guiados por noticias, algo exageradas, de grandes cantidades de oro y plata en manos de los indígenas. Tras reconocer la pobreza de la región, en comparación con México y Perú, optaron por la explotación de lavaderos de oro con indios esclavos, y con esa riqueza financiaron las primeras etapas de la colonización durante el siglo XVI.
A fines de ese siglo el desastre de Curalaba detuvo la Conquista en el río Biobío, perdiéndose los terrenos auríferos del sur. Ante tal emergencia, los colonizadores se replantearon sus estrategias de subsistencia, reemplazando la explotación de metales preciosos, como primera fuente de ingresos, por la agricultura y la ganadería. En ese mundo mayoritariamente agropecuario, la minería inició una lenta recuperación en los cerros del norte, entre el despoblado de Atacama y el valle de Aconcagua. En general este proceso fue protagonizado por españoles pobres y los cada vez más numerosos mestizos, quienes se amparaban en una legislación minera que autorizaba la explotación de las minas por cualquier vasallo que procediera a su denuncio e inscripción, y que las mantuviese "pobladas", es decir en operación, de manera más o menos continua.
La explotación minera colonial se estructuró fundamentalmente en torno a los tres metales tradicionales: el oro, la plata y el cobre. Durante el siglo XVI, la producción de oro repuntó en el siglo XVIII, reemplazando a los lavaderos por las minas de Andacollo, Chucumata, Copiapó, Inca, Catemu y Petorca. Por su parte, la minería de la plata sólo adquirió importancia durante el siglo XVIII, cuando comenzó la explotación de minas en Copiapó, las que apoyadas por las de Uspallata y San Pedro Nolasco y las minas de azogue de Punitaqui y Quillota, permitieron generar una pequeña producción de plata. Por último, la minería del cobre comenzó a fines del siglo XVII, cuando se trabajaron minas en pequeña escala en Coquimbo para enviar cobre al Perú para la fabricación de cañones, luego se sumaron diversas minas en la zona de Atacama y Aconcagua.
De esta manera, a fines del siglo XVIII, las ordenanzas mineras y el auge de la plata y el cobre en Atacama y Aconcagua, permitieron el desarrollo de un gremio minero, el cual era apoyado por el gobierno colonial a través del denominado Real Tribunal de Minería. Esta misma institución encargó al jurista Juan Egaña un informe sobre el real estado de minería en la Capitanía General de Chile, cuyo resultado, presentado en 1803, informó sobre la lamentable falta de tecnología de los mineros y la pobreza de su gremio. Esta preocupación por la minería siguió durante el siglo XIX, iniciándose un nuevo ciclo en la minería nacional.