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Seguramente uno de los problemas más interesantes para los seres humanos es el de su propia definición. Es bastante común que nos entendamos a nosotros mismos a partir de la contraposición con las cosas que ocurren a nuestro alrededor; según nos dice la psicología evolutiva, uno de los mayores logros del bebé, a los pocos meses de haber nacido, es darse cuenta de que la realida d no es una prolongación natural de su propia mano, sino que es “algo distinto”, “totalmente diferente”.
Esa experiencia, por la que todos hemos tenido que pasar, configura uno de los principales mecanismos de clasificación de la realidad para el ser humano: lo “mío”, que está dentro de mí (de alguna manera), y lo “no mío”, que es externo a mí, y con lo que interactúo. En esta relación bipolar elemental parece excluirse una cosa que no es “mía” pero que se comporta “como yo”: el resto de los seres humanos. Aunque pueda parecer muy elemental, tal mecanismo de inclusión-exclusión funciona no sólo en tanto que individuos, sino en cuanto especie, con el resultado de que, con mayor o menor grado de comunión con la naturaleza, el ser humano en todas las culturas se ve como una singularidad en la realidad, y una singularidad que se integra de algún modo en el todo de su cosmovisión