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En una gran extensión de tierra, llena de lagunas, vivían Ráquira (o Iraca) y su sobrino Ramiriquí. Su imperio estaba caracterizado por su riqueza natural: árboles en las riberas de los ríos y de las lagunas de Hunza, Tinjacá, Guatavita e Iguaque, entre otras, limitados solo por las verdes montañas que protegían los bosques y las aguas.
Solo el tío y su sobrino habitaban ese territorio, pero un día decidieron hacer cuerpos humanos. Uno tomó barro y modeló el cuerpo de un hombre, el otro tomó juncos e hizo el cuerpo de una mujer. Entusiasmados por su creación, dedicaron varias horas a la elaboración de nuevos cuerpos. Cuando hubo bastantes les dieron vida y así poblaron el imperio.
A pesar de la compañía, Ráquira y Ramiriquí no estaban contentos, pues vivían en un mundo de tinieblas. Se imaginaban luz, pues pensaban que lo contrario a la oscuridad podría ser mejor, y discutieron largamente sobre la forma tenerla, pero ninguno poseía los conocimientos necesarios para lograrlo.
Mucho tiempo después Ramiriquí decidió ir a buscar luz arriba, hacia donde dirigía la mirada. Avanzó en línea recta y cada vez ascendía más. Logró subir más allá de la mirada de su tío y finalmente se convirtió en una inmensa y fuerte luz, tanto que permitía ver todo el imperio chibcha. Su luz permitió admirar las lagunas, el efecto del viento y las madrigueras de animales, asustados con el mundo que ahora veían. Los hombres, por el contrario, se alegraron mucho y admiraron todo lo que los rodeaba.
La alegría duró poco pues Ramiriquí se alejó y volvió la oscuridad y todos aprendieron que era de noche. Horas después apareció Ramiriquí nuevamente, con más fuerza y calor. Todos entendieron que eran el día y la noche. Ráquira reflexionaba pues debían ver de noche como lo hacían de día. Decidió, como su sobrino, ascender hacia el espacio, al caer la tarde. Cuando estaba inmerso en la oscuridad ocurrió lo inesperado: Iraca daba destellos de luz blanca, distinta a la luz amarilla que emitía su sobrino. Esta luz no era enceguecedora, pero sí permitía iluminar la noche.
Olorun, el dios del cielo, pidió a sus hijos que crearan un nuevo reino en el que se extendieran sus descendientes, pero por su puesto él estaba completamente seguro de lo que hacía, entonces le otorgó el nombre de Ile-Ife. Siendo las primeras aguas su objetivo, por dicha cadena bajó Oduduwa, portando un puñado de tierra en sus bolsillos, una gallina de cinco dedos y una semilla.
Cuando estuvo preparado, Oduduwa arrojó el puñado de tierra sobre las aguas, formándose así su nuevo reino, Ife. Allí, la gallina rasgó el suelo y enterró la semilla, de la que creció un gran árbol de dieciséis ramas, que son los dieciséis hijos de Oduduwa, de los que descienden las dieciséis tribus yoruba.[1]