• Asignatura: Castellano
  • Autor: maytiyuliana
  • hace 4 años

Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y terrible

admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta

que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía, pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La

había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una

nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más

graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa

entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y

atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba

los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.

Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el

mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo,

siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.

—¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?

Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito,

como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero

tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:

—Quiero regalarte una flor, niña linda.

—¿Esa flor? No veo por qué.

—Está llena de belleza —dije, lleno de emoción.

—No veo la belleza —dijo Caperucita—. Es una flor como cualquier otra.

Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido,

profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.

—Mira mi reguero de lágrimas.

—¿Te caíste? —dijo—. Corre a un hospital.

—No me caí.

—Así parece porque no te veo las heridas.

—Las heridas están en mi corazón —dije.

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Respuesta dada por: penabanderaluisafern
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