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La ciudad es espacio público: espacio que «nos pertenece a todos», que todos hacemos y deshacemos continuamente; espacio de la vida civil, esa que contiene edificios, lugares, distancias, actividades, trazados, pasos, significados, recuerdos, y sí, también ciudadanos; espacio abierto, espacio de diferencia, espacio de expresión, anonimato, encuentro, participación y pertenencia. Ésta es, precisamente, la definición que quisiéramos conservar de la polis griega; definición que quedó edificada en su centro, el ágora o la plaza pública y que, actualmente, parece tan enconadamente distinta a nuestras ciudades.
En efecto, hoy en día, nuestras calles son espacios de paso, cuando no estacionamientos y lugares para la publicidad de productos. Nuestras plazas públicas han quedado reducidas a lugares turísticos. Nuestros centros de reunión se reservan el derecho de admisión. Nuestras prácticas son más de consumo que de pertenencia. Nuestra arquitectura se encuentra orientada por cierto miedo al ambiente urbano (piénsese en los complejos residenciales, en la proliferación de puertas y ventanas enrejadas, o en la promesa de aislamiento y defensa con la que algunas inmobiliarias ofertan sus casas y departamentos), o bien, por el afán de «ser alguien» (el edificio es construido para convertirse en un icono, en una firma que sobresale del espacio, antes que para entretejerse con la ciudad; es el caso del Museo Guggenheim de Bilbao, diseñado por Frank Gehry, o la Torre Agbar de Barcelona, proyectada por Jean Nouvel). En ambos casos, el edificio constituye una excusa para dotar de identidad y de monumentalidad al lugar y, en ambos también, lo público queda atado al espectáculo). Todo parece indicar que asistimos a la “erosión” profunda del espacio público, tanto en la dimensión urbanística como sociocultural y política. A ésta se le han puesto nombres varios: muerte de la ciudad, ciudad difusa, ciudad fragmentada, ciudad privatizada, ciudad desurbanizada, desencanto de la ciudad, o, como apunta Lucía Dammert, inspirándose en Marc Augé, no-ciudad: una ciudad «cuya característica es la presencia de espacios de confluencia anónimos, que sólo permiten un furtivo cruce de miradas entre personas que nunca más se encuentran. Es así cómo los ciudadanos se convierten en meros elementos de conjuntos que se forman y deshacen al azar, y que por ende se convierten en usuarios que mantienen una relación esencialmente contractual» (2004: 88) con la ciudad.
Respuesta:
nose
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gracias por los puntos!!