–¡Traición, traición! –gritaban muchos.
–Vienen a fusilarnos –dijo uno de cara pecosa, barbas rubias y ojos azules que apareció en la puerta.
No tardó la estancia en ser invadida por la soldadesca. Eran como veinte ganapanes uniformados, lo más
desgraciado de nuestras clases rurales; toda la miseria y toda la sujeción estaban pintados en aquellas fisonomías
de reclutas vencidos y tristes.
Juárez, impávido, estaba cogido del pestillo de la puerta; junto a él Ocampo; detrás Prieto, Ruiz y Guzmán.
En aquel momento recordé, no sé por qué misteriosa asociación de ideas, las labores de madera amarilla que tenía
la mesa del Presidente, un sarape rojo y verde que traía uno de los presos de la cárcel, la celda recién blanqueada
de mi maestro Luna, un bastión del fuerte de Acapulco, y el dibujo de un traje que había tenido cuando empecé a
estudiar.
Luego me vinieron a la memoria multitud de axiomas lapidarios, de sentencias de filósofos estoicos, de ascetas
cristianos, de moralistas escépticos acerca de la muerte; cerré los ojos y apreté los dientes. Cuando oí los
movimientos de la carretilla de once voces y las de “¡Al hombro! ¡Presenten! ¡Preparen! ¡Apunten!”, una inmensa
amargura me invadió la boca.
Cuando esperaba oír que mandara ¡Fuego!, una voz estentórea, tonante, como salida de un instrumento que
vibrara y no de un pecho humano, gritó con todas sus fuerzas:
–¡Levanten esas armas! Los valientes no asesinan. Los valientes no matan a mansalva. El quinto batallón ha
defendido siempre a la patria, ha atacado a los enemigos de México, no se ha cebado en hombres indefensos, en
hombres que esperan la muerte cruzados de brazos... ¡Levanten esas armas!...
Y siguió hablando, hablando hasta transformarse, hasta perderse de vista. Ya no era el alegre compañero, el poeta
festivo, el cantor de los regocijos populares; era un ser desconocido, un hombre extraordinario, que a todos nos
electrizaba, a todos nos hacía derramar lágrimas como si ventilara una causa ajena y no nuestra propia causa, la
causa de nuestra vida.
Los soldados primero quedaron atónitos, con las armas preparadas y listos los gatillos. Después se conmovieron
hasta el enternecimiento... Prieto seguía hablando; ya no era el orador que increpaba; era el huracán que bramaba,
el león que rugía, el profeta que amenazaba con castigos y daños.
Al fin los ejecutores alzaron las armas, Prieto vitoreó a Jalisco y un grupo tierno, pero heterogéneo, se formó
entonces: los soldados que nos abrazaban, jurando que no nos matarían; Bravo, el jefe de la escolta, que se adhería
a nosotros y tomaba nuestro partido; y todos, principalmente Juárez y Ocampo, que felicitábamos a Prieto
llamándole el salvador de la Reforma, el salvador de vidas preciosísimas.
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