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La propuesta estuvo precedida y acompañada de críticas, detracciones pero también de aceptación y reconocimiento. De un lado, se ponía en tela de juicio al político Rafael Núñez que antes había defendido al liberalismo radical.
Sin embargo, su participación en los destinos de la política provincial, en el Congreso y luego en la Presidencia de la República, darían cuenta del otro orden de ideas que matizaron el proyecto Regenerador y, obviamente, le ganarían la aceptación y concurso de los liberales independientes, los conservadores y la Iglesia. De esta forma, y luego de terminada la guerra civil de 1877, la división entre el radicalismo liberal y los llamados liberales independientes demarcó los derroteros políticos y electorales de Núñez para las dos últimas décadas del siglo XX, es decir, de las orientaciones definitivas de la Regeneración: los campos económico, político e ideológico, que se plasmaron en su modelo proteccionista, el centralismo político y el restablecimiento de las relaciones con la Iglesia, como soporte del orden moral menoscabado por el radicalismo y con las tentativas permanentes para definir la separación de la Iglesia y el Estado; así pues, se prefiguró el proyecto de la regeneración: unidad nacional, libertad religiosa, derechos para todos, estabilidad y autoridad. Esas ideas se materializaron en la Constitución de 1886, que además de extirpar cualquier vestigio de federalismo, ordenó un modelo de Estado unitario, convirtió los antiguos Estados en departamentos y fortaleció el poder ejecutivo al ampliar el período presidencial a seis años con posibilidad de reelección. El poder se concentraba en el Ejecutivo y consolidó la hegemonía en el poder del Estado para el Partido Conservador.