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Más de alguna vez algún ciber-comentarista ha dicho por ahí que promuevo ideas medievales. Es un lugar común. No hace falta citar al profesor Bernardino Bravo (“quien habla de las tiniebla de la Edad Media, habla desde las tinieblas de su propia ignorancia”), cualquiera se da cuenta de lo que importa en una idea no es que sea medieval, renacentista o decimonónica, pero si es verdadera o falsa.
La Edad Media, además, es una época muy larga que abarca un territorio muy extenso y variado, dio origen a muchas ideas y muchas de ellas se contradicen entre sí. Algunas de estas contradicciones se resolvieron en la misma Edad Media en debates universitarios –que quedaron registrados bajo títulos como Quaestiones disputatae de Veritate, pero es casi imposible que alguien que haga un comentario despectivo sobre el Medioevo se haya enterado. Algunas ideas surgidas en el Medioevo fueron también rechazadas en la Edad Media y luego rehabilitadas en la misma Edad Media – es cosa de leer el Sic et non de Pedro Abelardo, o de conocer la vida de Santo Tomás de Aquino y el nombre del obispo Tempier, pero siempre es más cómodo descalificar desde la ignorancia. En todo caso, las ideas del Aquinate son ideas medievales, pero el rechazo a Santo Tomás es también una idea medieval.
Esto de rechazar una idea por el momento en que fue formulada implica una visión de la historia como progreso indefinido y eso ya es una idea tan… del siglo XVIII, ¿es que todavía quedan personas que no se han dado cuenta de que la Primera Guerra Mundial sepultó los sueños de la Ilustración? La soberbia del presente es difícil de evitar, sobre todo cuando se juzga el pasado con criterios actuales (¿Los que resolvían sus problemas con un duelo eran unos brutos? Ellos pensarían que nosotros somos unos cobardes sin honor: probablemente ambos tengamos razón). Los autores medievales, nótese, se llamaban a sí mismos “modernos”, igual que nosotros. Es verdad que hay algunos, hoy en día, que se consideran postmodernos, como si después ya no pudiera venir nada más.
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