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El trabajo desarrollado por Ana María Rueda a lo largo de las dos últimas décadas ha culminado en una obra arriesgada y sutil que sorprende al observador por la singularidad de sus planteamientos y el ingenio de sus soluciones.
Su producción ha evolucionado formalmente pero ha mantenido una línea conceptual que estructura y unifica sus diferentes etapas.
Desde sus primeros trabajos, presentados en el Salón Atenas de 1981, se hizo claro que en su idea del arte no existían diferencias entre la abstracción y la figuración que por ese entonces emulaban por ocupar la posición más vanguardista. Entre las pinturas de esa muestra se contaba, por ejemplo, un 'Río' -representado por una cenefa azul irregular entre dos áreas de un verde aplicado gestualmente- al cual podían aplicarse las dos definiciones.
Lo que Ana María Rueda quería expresar con tal actitud empezó a materializarse en sus siguientes presentaciones, cuando pinturas acuáticas -sin importar si se trataba de mares, lagos o ríos y sin ninguna referencia sobre su ubicación- comenzaron a inundar visualmente los espacios, evidenciando su intención de producir una sensación, de predisponer los sentidos y la imaginación hacia el agua, de evocar el agua y no de reproducirla tan fielmente como lo habían hecho los impresionistas.
Posteriormente su pintura se orientó a captar el aire y a presentar su esencia y sensación a través de la representación de elementos naturales sin raíces como los hongos, y de hacer un señalamiento específico del aire mediante la ubicación enfrentada de las obras en el espacio de manera que actuaran como un eco unas de otras. Se hizo entonces manifiesto que su interés versaba sobre los cuatro elementos fundamentales de la naturaleza para los filósofos presocráticos -agua, aire, tierra y fuego- ignorando olímpicamente todo el racionalismo, padre de la Ilustración, abuelo de la modernidad y principal promotor de la ciencia y la tecnología, símbolos del mundo contemporáneo.
Más recientemente ha aparecido el fuego entre los elementos que la artista evoca; y con el fuego ha surgido también una nueva manera de expresión que incluye la aplicación del color blanco, pero que más que pintura es una combinación entre escultura e instalación. Se trata de grandes bloques de madera -que bien podrían simbolizar la tierra- ensamblados verticalmente o que se distribuyen en el espacio, los cuales aparecen quemados pero no destruidos, ahumados pero no heridos, como si las huellas del fuego en lugar de obedecer a impulsos destructivos fueran testimonios de su gestación. La artista alude al fuego creador de la fragua de Vulcano, no el destructor tan conocido por el mundo contemporáneo.
Su trabajo patentiza una gran desconfianza en todo lo artificial y lo superfluo pero sus planteamientos no apelan a la lógica sino a la espiritualidad en contravía de las rutas del arte moderno. Es más, su trabajo manifiesta cierto esoterismo (algunas obras se titulan 'Tótem') al tiempo que se aparta de las estructuras tradicionales y se interna en esa nueva libertad creativa en la cual nada se rechaza, todo es válido siempre y cuando cumpla a cabalidad su cometido. Su exposición en la galería Jenni Vilá de Cali constituye una buena ocasión de apreciar los logros de una artista para quien cada obra representa una oportunidad de concientización y aprendizaje, y por ello la espontaneidad es la única manera sincera de hacer arte.