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nonononononononononononononononononononononononononononono gracias
Pe r s o n a, palabra latina, ha pasado sin modificación a algunas
lenguas europeas, como el español y el italiano; en otras, como el
p o rtugués, el francés, el inglés y el tudesco, se modificó, pero
dejando siempre traslucir su origen latino: p e s s o a,p e r s o n n e, p e r s o n,
Pe r s o n. Con estas palabras se designa en todas esas lenguas una
misma realidad: el individuo humano. Pe ro la etimología enseña
que su primera imposición no se aplicaba al individuo humano,
sino a la máscara. Pe r s o n a en latín significaba originalmente la
máscara del actor. In t e r p retar la transición que va desde la máscara del actor al individuo humano es cosa que se presta a comentarios muy jugosos.
No puedo ahora entretenerme en ellos, pero aventuraré que
esta imposición del nombre nace de un hecho incuestionable, y es
que los individuos humanos, a diferencia de los restantes animales, son personas porque son máscaras. Tienen capacidad para
ocultar las vicisitudes de su vida interior, saben disimular sus
conocimientos y sus apetitos –y sus ignorancias y sus desganas.
Comparada con la cara de un perro, de un caballo o de un toro ,
que es una espontaneidad sin re s e rvas, la persona más sincera hace
figura de hipócrita. Y ser h i p ó c r i t a significa en griego ser actor,
hacer un papel teatral, que en las comedias y tragedias de la escena greco-latina se hacía siempre con máscara. Y hasta cuando los
cristianos empez a ron a llamar a la divinidad con el nombre de
persona, y hablaron de las tres personas divinas, Pa d re, Hijo yEspíritu Santo, yo ave n t u ro la sospecha de que no andaría muy
lejos esta vivencia de ocultación que lleva toda máscara. Dios, que
para hablar se había escondido en la columna de una nube
(Ps a l m., XCVIII, 7), o en medio de una zarza ardiente (Exo d., III,
4), sigue haciendo un papel que nos re vela su ve rdad, pero sin
dejar que veamos al descubierto la cara de su divinidad; el que de
s u yo es Señor «se anonadó tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres» (Ph i l., II, 7), en todo semejante a
ellos, pero «sin el pecado» (He b r., IV, 15).
Para entender qué sea este individuo al que llamamos persona
no tengo inconveniente en echar mano de las nociones metafísicas más rigurosas, a las que no acuden muchos autores por no
a t re verse con ellas, disculpándose de su timidez con el estribillo de
que son obsoletas. Yo no presumo de valor y me disculparé también, pero de otra cosa: no de haberlas dejado a un lado pasando
de largo, sino de no haberlas cortejado lo suficiente para obtener
el definitivo favor de su entrega. Son nociones que, como la beldad que sabe cotizarse, no rinden su esquivez hasta que se las asedia. Y aun así queda siempre un nimbo de incitante bruma en las
aristas de estos conceptos y de sus definiciones, que nos dejan con
ganas de vo l ver a ellos para gustarlos mejor.
Hay que comenzar con Aristóteles, que en su libro sobre las
Ca t e g o r í a s, en los umbrales del Or g a n o n, enseña las primeras
nociones interesantes para el asunto, sobre las que se ha edificado
después toda la doctrina filosófica y teológica de la persona. Do s
e x t remos son aquí capitales, y los voy a presentar con ayuda de
una doble distinción.
La distinción número uno es la que Aristóteles establece entre
«lo que no es en un sujeto y lo que es en un sujeto» (Ca t., 1 a 20-
1, b 10). La importancia de esta primera distinción estriba en que
con ella se diferencia lo básico de lo accesorio, lo permanente de
lo transitorio, en otros términos, la substancia y el accidente. «Lo
que no es en un sujeto» es lo que depende de él, lo que no sobreviene a su esencia, ni pasa cuando pasa su fundamento; es, por
tanto, substancia. Al contrario, «lo que es en un sujeto» depende
de una base ulterior, no es fundamento de lo demás, no permanece entre las mudanzas, en suma, es accidente.