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Respuesta:
Hasta hace un par de años, yo estaba totalmente a favor de la eutanasia y
creía que, si se diera el caso, sería capaz de practicarla sin ningún tipo de
remordimiento o malestar ( evidentemente por petición de un enfermo
grave sin esperanza alguna de mejoría).
Estaba segura de que era mucho más ético acabar con la vida de una
persona que ya no quería continuar que dejarle vivir (sería malvivir para esta
persona) contra su voluntad.
Además, aunque no sería este el motivo por el que la habría practicado,
estaba segura de que así también liberaría de una gran carga a la familia de
esta persona, de una carga que, a fin de cuentas, no suponía beneficio para
nadie; ni para el enfermo, ni para la familia, ni para el Sistema de Salud.
Reconozco que, ahora mismo, no me encuentro en una posición radical
contra la eutanasia pero, la verdad, es que ya no tengo tan claro si ésta es la
mejor solución.
Hace cuatro años, mi abuela, que vivía sola en el pueblo, se vino a vivir a
casa porque consideramos que ya no era capaz de vivir sola.
Como era de esperar, al sacarla de su entorno habitual, su cabeza fue
empeorando a mayor velocidad que cuando vivía en su casa.
De pronto un día no recordaba nuestros nombres, buscaba a mi abuelo
(muerto hacía quince años) hasta en los armarios y debajo de las camas
porque le había visto o hablaba con su padre que estaba en la habitación ( él
murió cuando ella tenía unos treinta años).
De repente, otro día, tras una semana en el hospital por insuficiencia
respiratoria, nos dijeron que no le permitiésemos andar porque otra
fractura de cadera (años antes ya sufrió una), en su estado, podría ser
extremadamente grave y que, además, como se empeñaba en levantarse,
debíamos “atarla” al sillón o a la cama donde estuviera.
Era infinitamente estresante tener que estar constantemente pendiente
de ella; atarla, aún cuando era lo mejor para ella, era extremadamente
difícil y no por la resistencia que ofrecía sino por lo mal que eso nos hacía
sentir
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