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Respuestas
Respuesta:Declarada la guerra entre los dos bandos enemigos, cada cual pensó en armarse. La elección de jefes no ofrecía dificultad: Pepito Lancín era aclamado por los de los bandos de la izquierda, y Riquito (Federico) Polastres, por los de la derecha. Merecían los dos caudillos tan honorífico puesto. Con su travesura y su viveza de ingenio inagotable, Pepito Lancín conseguía siempre divertir a los compañeros de colegio, discurriendo cada día alguna saladísima diablura y volviendo loco al catedrático de Historia, don Cleto Mosconazo, a quien había tomado por víctima. Ya le tenía dentro del tintero una rana viva; ya le disparaba con la cerbatana garbanzos y guisantes; ya le untaba de pez el asiento para que se le quedasen pegadas las faldillas del gabán; ya le colocaba un alfiler punta arriba en el brazo del sillón, donde el señor Mosconazo tenía costumbre de pegar con la mano abierta mientas explicaba a tropezones las proezas de Aníbal o las heroicidades de Viriato el pastor. Verdad que, después de cada gracia, Pepito Lancín «se cargaba» su castigo correspondiente: ya el tirón de orejas, ya el encierro a pan y agua, ya la hora de brazos abiertos o de rodillas, y cuando algún disparo de la cerbatana hacía blanco en la nariz del profesor, este recogía el proyectil y lo deslizaba bajo la rótula del delincuente arrodillado. Parece poca cosa estarse de rodillas sobre un garbanzo una horita ¿eh? ¡Pues hagan la prueba y verán lo que es bueno!
Lejos de mermar el prestigio de Pepito Lancín, los castigos sufridos con estoicismo alegre, mezclando las muecas de burla con las contracciones de dolor, le hacían más popular entre los muchachos. En cuanto a Riquito Polastres, su fama reconocía otro origen; las cualidades morales e intelectuales, la constancia y la agudeza eran privilegio de Lancín; de Polastres, la fuerza física, unos puños como pesas de gimnasia y un pecho como la proa de un navío. El diminutivo de Federiquito parecía un epigrama, mirando aquel corpachón y aquellas manazas descomunales, y presenciando cómo el muchacho, de una puñada, hacía astillas el pupitre, y de una morrada deshacía una jeta «de hombre»; porque en esto se fundaba la gloria, la prez de Riquito; a los doce años había calentado los morros al asistente del papá de su novia, que quería espantarle del portal como se espanta a un perro faldero. Sí, ¡buen faldero te dé Dios! Aún tenía el zanguango del asistente un ojo hecho una lástima y un carrillo inflamado, de resultas de la trompada fenomenal que le atizó Riquito...
Esta contraposición de aptitudes que se observaba en los dos jefes de bando provocó la declaración de la guerra, porque cada día se chungueaban los izquierdos a cuenta de los derechos, tratando a Riquito de «mulo» y de «zoquete», y los derechos acusaban a los izquierdos de «gallinas» y de «señoritas almidonadas», lo cual es altamente ofensivo y no puede quedar impune. Nada, nada, a armar una guerra; el campo de batalla sería el descampado fronterizo al hospital y a espaldas del Cuartel Nuevo; allí se vería quién es quién, y si los de la izquierda gastan enaguas o pantalones. No ha de ser una pedrea vulgar, como otras, sino una batalla en regla, igual que las que traen los periódicos; se emplearán armas blancas y de fuego; cada cual recogerá de su casa lo que encuentre, y los dos bandos se encontrarán a las seis de la mañana, una hora antes de entrar en clase -porque después pasa gente y andan cerca «los del orden»-, en el sitio señalado, al mando de sus jefes respectivos.
Ni un combatiente faltó de las filas.