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En principio, existe acuerdo en que la crónica puede ser caracterizada, en buena guardar. Su objetivo es permitir, mediante su lectura, que quienes no han atestiguado lo que en ella se describe -sean éstos coetáneos o generaciones futuras- logren enterarse de los sucesos acaecidos en el pasado.1
Ya a partir del siglo XVI, en la corte española se designaba específicamente a un funcionario para escribir la historia de la monarquía: se trataba del cronista o "coronista" real. Desde luego, realizaba su labor por encargo, y su mandato era conservar y enaltecer la memoria de los hechos de los españoles y de la grandeza de la Corona, para lo que se ponía a su disposición toda la documentación administrativa y oficial que resguardaban los profusos archivos reales.
En este marco, el contacto con el denominado "Nuevo Mundo" dio lugar al surgimiento y proliferación de multitud de historiadores y cronistas aficionados (soldados, religiosos, funcionarios de diverso rango), cuyo contacto con las realidades americanas los impulsó a tomar la pluma por razones variadas. Algunos escribieron por mandato superior, a fin de informar sobre cuestiones que importaban a la administración y gobierno de los nuevos dominios; sin embargo, en la mayoría de los casos -en especial durante los primeros tiempos- no estaba ausente la fascinación ante lo inédito, ni la necesidad de dejar testimonio de las maravillas y peculiaridades de las tierras recién encontradas.