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como es de sobra conocido, la epistemología nacida con Descartes tenía como campo privilegiado de reflexión metodológica las ideas; desde este marco se consideraba que pensar era tener ideas. El conocimiento se identificaba con el conjunto de imágenes que representan con precisión lo que está fuera de la mente. Esta forma de entender la posibilidad y naturaleza del conocimiento implica que la forma por medio de la cual la mente conoce es construyendo representaciones. Tal concepto de conocimiento fue asumido por la filosofía y dio lugar a la moderna teoría del conocimiento, que como proyecto supone dos objetivos: apuntando al contexto genético, explicar o dilucidar la naturaleza, alcance y origen del conocimiento humano, bien sea éste cotidiano o científico; y, en el contexto relativo a la validez, dar razón de la posibilidad misma del conocimiento. Esta disciplina, la epistemología, no puede ser virgen; se parte de una imagen de la naturaleza del conocimiento mismo: se supone que para que alguien pueda tener conocimiento deben satisfacerse ciertas condiciones, que además se consideran universales y necesarias. Tres de tales condiciones se aluden en este artículo por considerarlas fundamentales para comprender el marco epistemológico fundacionalista gestado en la modernidad: la constitución de la interioridad como ámbito desde el cual se valida, se fundamenta el conocimiento: el mito del espacio interior; la suposición de que el conocimiento es aquello que se encuentra contenido en mi mente, lo dado inmediatamente a la mente ya sea por intuición o por percepción, esto es, sin que medie un proceso inferencial: el mito de lo dado; y, por último, el anhelo de cimientos sólidos para construir el edificio del conocimiento: la metáfora del fundamento. Todo lo anterior requiere un nuevo método heurístico al que se pide fundamentación, descubrimiento y recta conducción del razonamiento.
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