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Es más, la elaboración de la cerveza data del Neolítico (en concreto, en la Península, está datada entre el 5650-5450 a.C), cuando los seres humanos nos volvimos sedentarios y empezamos a domesticar animales, transformar el medio natural y a cultivar. Esta datación se pudo realizar por trazas de levaduras y almidones malteados encontrados en restos de cerámicas campaniformes de la Edad de Cobre. Y se supone que, como ocurre con muchas “genialidades” y “avances” por accidente; alguno de nuestros antecesores mezclaría cereales triturados con agua y los dejaría en una vasija, favoreciendo el proceso espontáneo de la fermentación.
Desde ese momento, la cerveza o una bebida calórica muy similar, sería algo cotidiano entre germanos, escitas y celtas. De tal forma que las mujeres se encargaban de su elaboración diaria como ocurría con el pan. Sería siglos después cuando esa ocupación pasara a las abadías y se diera un paso más en su elaboración y distribución. Los monjes del siglo XI empezaron a suministrar sus excedentes de cerveza entre los necesitados, hasta que una “mente avispada” pensó que podrían venderla a quienes sí pudieran permitirse pagar por esa agradable bebida.