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que nosotros no tenemos cerebro
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El concepto “animal” no suele ser dilucidado, es decir, cómo y por qué podemos hablar de algo así como “animales”. En el camino de comprender cómo llegan los animales humanos a distinguirse de otros animales hemos examinado la propuesta de Bimbenet, Heidegger, de Rousseau y la de Lévi-Strauss, así como otras propuestas de antropología empírica, como las de Washburn y Moore y la de Lee Berger. Es necesario decidir filosóficamente si lo que se distingue es un hecho o un criterio puesto por el investigador.
La zoofilosofía, por tanto, está bien asentada en la tradición filosófica. La reciente multiplicación de trabajos filosóficos sobre los animales no corresponde, en consecuencia, tanto a una novedad temática, como al hecho de que en las últimas décadas este tema ha tomado conciencia de sí en la filosofía, reclasificando en un mismo tema -zoofilosofía- discusiones que previamente fueran asignadas a otros campos disciplinarios o sub-disciplinarios. Los mencionados autores aceptan la existencia de diferencias entre humanos y animales, unos de manera gradual, a veces poco perceptibles, otros como características completamente distintas y sin continuidad. Ahora bien, el hecho epistemológico del nacimiento de lo animal como campo conceptual no siempre es dilucidado; no se dilucida cómo y por qué podemos hablar de algo así como “animales”, lo que deja también bajo cierta oscuridad el tipo de vínculo que mantienen o deben mantener los animales humanos con los animales no humanos. Por eso, entre las posibilidades de la zoofilosofía que hemos nombrado precedentemente queremos centrarnos en la distinción o semejanza entre animales y humanos. Aristóteles, Descartes o incluso Heidegger suelen fundar esa distinción en la observación, empírica o fenomenológica, con o sin reducción o epoké, de ciertos rasgos morfológicos, de comportamiento, de capacidad de conocimiento o existenciales, dando prioridad a cuál es la diferencia antropológica sobre el cómo se constituye. En otras palabras, independientemente de que se niegue o afirme la proximidad entre humanos y animales falta aún la pregunta y más aún la respuesta a esto: ¿puede resolverse la o las diferencias antropológicas respecto de los demás animales por observación o más bien la observación está determinada por una decisión epistemológica que permite crear el campo conceptual de lo humano y de lo animal para ver después qué especies pueden ser incluidas en el primero o en el segundo? Introducir esta pregunta en la zoofilofía o en las zoofilosofías supone complementarlas con un nuevo campo temático. Si respondemos afirmativamente a ella, si la diferencia antropolófica (o zoológica) tiene un origen epistemológico antes que empírico, la consecuencia inmediata sería constatar que los intentos por hallar esa diferencia desde el punto de vista empírico adolecerían de cierta desorientación inicial y que los debates ético-políticos en relación con los animales cambiarían de perspectiva, debiendo también ser replanteados. Lo anterior no quiere decir que no se deba tomar en cuenta el conocimiento existencial o empírico para analizar la diferencia antropológica, sino el hecho de que esa vía puede describir diferencias, pero no fundarlas, y que algunas pretensiones de hacerlo no son admisibles. Llevar adelante esta tarea de manera exhaustiva es un trabajo que sobrepasa nuestras posibilidades, motivo por el que en este momento hemos preferido centrarnos en las posibilidades y dificultades de dicho tema revisando algunos hitos de la investigación empírica y de la filosofía. En este último campo, nos hemos centrado en L’animal que donc je ne suis plus, de Etienne Bimbenet (E. Bimbenet 2011), al que interrogamos desde dos autores clásicos: Rousseau y Lévi-Strauss. Para ello partiremos con una breve reflexión sobre Heidegger.