• Asignatura: Castellano
  • Autor: nose8145
  • hace 4 años

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba

me salvó con un grito: «¡Cuidado!»

El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la

palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de

Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el

imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas.

Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance,

autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas

o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y

cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha

gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado



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es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo

se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden,

disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un

derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su

vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión,

en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar

este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de

clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención

que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres

para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y

que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado.

A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en

nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo:

«Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil

porque le supo a viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable,

nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces

no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una

cerveza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo.

Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus

fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me

atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la

gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las

lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y

enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos

infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos,

el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas:

váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del

siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las

haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en

los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá

revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles

nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le

lleguen al dios de las palabras. A no ser que, por estas osadías y desatinos, tanto él como todos

nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo

aquella bicicleta providencial de mis 12 años (convertir en cuento)​

Respuestas

Respuesta dada por: kgra7
1

Respuesta:

Explicación:

uy no se es siempre largo

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