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La unificación decretada por Constantino fue insostenible a la larga. Apenas 30 años después de su muerte, los imperios Oriental y Occidental se dividieron de nuevo. Las realidades de cada uno de estos territorios comenzaron a diversificarse.
A pesar de su continua batalla contra las fuerzas persas, los romanos orientales –imperio que más tarde pasaría a ser conocido como el Imperio Bizantino– mantendrían su territorio prácticamente intacto por muchos siglos.
Una historia totalmente diferente tendría lugar en el Imperio Romano de Occidente. Muchas fueron las situaciones que se conjugaron para llevar a la crisis del otrora tan poderoso imperio. El imperio fue sacudido por los conflictos internos, así como las amenazas del exterior, especialmente de las tribus germánicas ya establecidas en las fronteras y al gran peso económico de la guerra constante.
Podríamos decir que Roma se derrumbó bajo su propio peso. Paulatinamente fue viviendo la pérdida de sus provincias, una por una: Gran Bretaña alrededor de 410, y España y el norte de África por el 430. Atila y sus hunos invadieron la Galia e Italia alrededor del 450, sacudiendo los cimientos del imperio. En septiembre de 476, un príncipe llamado germánico Odoacro obtuvo el control del ejército romano en Italia. Después de deponer al último emperador de Occidente, Rómulo Augusto, las tropas de Odoacro, proclamado rey de Italia, ponen el punto final a la larga historia de la antigua Roma.
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