como el gobierno de bogota puede ayudar con la problemática de narcotrafico y violencia que se viven en tumaco
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Las siguientes páginas tienen como principal propósito presentar los elementos más destacados que conforman el Acuerdo de paz2 suscrito por la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Gobierno de Colombia. Un Acuerdo que, realmente, es un segundo Acuerdo, en tanto que el texto final fue objeto de una serie de modificaciones –salvo excepciones, poco sustanciales–, que resultaron de la negativa que al primer texto planteó la sociedad colombiana, de manera ajustada, al votar en el plebiscito del 2 de octubre de 2016 en contra del mismo.
Así, y aunque el inicio de este documento trata de contextualizar al lector en una breve evolución del conflicto armado interno para que, con ello, pueda entender el porqué de la negociación ahora y no antes, además de sus implicaciones, la parte más significativa y relevante del mismo es la que se dedica a los diferentes puntos de la agenda suscrita entre Gobierno y las FARC. Es decir, reforma rural, participación política, fin del conflicto, drogas y víctimas, que son los cinco puntos nucleares –a los que se añade un sexto punto sobre verificación e implementación–, sobre los que, tras más de cuatro años de negociaciones, una y otra parte han protagonizado una suerte de intercambios cooperativos que han dejado como resultado el fin del conflicto entre la guerrilla más poderosa de Colombia y el Gobierno de Juan Manuel Santos.
Se planteará así los elementos más característicos de cada punto, incorporando matices y explicaciones adicionales que buscan completar el alcance de lo suscrito para, a modo de corolario, cerrar con una breve conclusión que plantee qué horizonte se presenta sobre Colombia en relación al nuevo escenario de posconflicto armado que representa la implementación del Acuerdo de paz.
2. De las “repúblicas independientes” al proceso de paz de La Habana
El conflicto colombiano, aunque hunde sus raíces en los años treinta con motivo de las luchas campesinas dentro de un país sin reforma agraria (Gilhodés, ١٩٧٢; Legrand, ١٩٨٨), inicia formalmente en 1964. Ello se debe a que fue en mayo de 1964, en un contexto de guerra militar del Estado sobre una serie de municipios, soliviantados por la utopía marxista y en armas frente al abandono institucional y el olvido gubernamental, cuando tuvo lugar la Operación Soberanía, conocida vulgarmente como “Operación Marquetalia”.
En uno de esos municipios –Planadas, en el sur de Tolima– se erigía la “república independiente de Marquetalia”, de modo que entre mayo y junio de 1964, 2.400 soldados trataron de reinstaurar el orden público y la legalidad frente a poco más de 150 campesinos levantados en armas (Semana, 1999). El conflicto, extensible a otras regiones cercanas de los departamentos de Huila, Tolima y Cundinamarca, llevó consigo un despliegue militar de más de 15.000 hombres, así como la puesta en marcha de todo un cerco militar, del cual cerca de 350 supervivientes, autodenominados como “Comando Sur”, en su segunda cumbre de 1966 se basarán en lo ocurrido dos años antes para rebautizarse a sí mismos como las FARC (Pizarro, 2011).
Desde entonces, el conflicto armado colombiano fue incorporando diferentes elementos que le imbuyeron una notable complejidad. A las FARC –y a pequeños grupos inspirados en el marxismo-leninismo previos, de escasa relevancia– se suman el Ejército de Liberación Nacional (ELN) en 1965 y la guerrilla maoísta del Ejército Popular de Liberación dos años después. Asimismo, y como las décadas de los setenta y los ochenta no resuelven el profundo déficit democrático del país, aparecen otras guerrillas, denominadas de “segunda generación”, como fueron el Movimiento 19 de abril (M-19) o la guerrilla indigenista del departamento de Cauca Quintín Lame. Por si lo anterior fuera poco, el déficit de seguridad en un Estado como el colombiano, por lo general con más territorio que institucionalidad, albergó la aparición desde 1978 (Medina, 1990) de grupos paramilitares que, si bien inicialmente se legitimaban por la ausencia de Fuerza Pública y la necesidad de repeler la violencia extorsiva de las guerrillas, rápidamente concibieron que aquel era el argumento óptimo para, en el fondo, poner en marcha todo un proyecto criminal de cariz territorial, político y militar (Ronderos, 2014). De la misma manera, desde inicios de los ochenta, el país experimentaba su incursión en el narcotráfico, hasta hacer eclosión los dos cárteles –el de Cali y el de Medellín– que durante una década se disputarían el control de la exportación de coca y desdibujarían la credibilidad del Estado colombiano como último garante de la seguridad, la soberanía y el monopolio tan efectivo como legítimo de la violencia.
Desde aquel momento y hasta inicios de la década pasada, el conflicto armado colombiano experimenta inconmensurables dosis de violencia, traducidas en forma de muertes violentas, desaparicion
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