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Hace ya algunos años se interrogaba Eco acerca de por qué el término "fascista" ha llegado a convertirse en una sinécdoque, en una denominación pars pro toto, polivalente para actitudes totalitarias -y la del PP a menudo lo es- y variopintas. Posiblemente por la misma heterogeneidad del fascismo, por su carácter fuzzy, difuso, impreciso. Porque cualquiera o varias de sus características -pongamos por caso el imperialismo, la liturgia militar o el culto a la tradición- se puede eliminar y seguimos reconociéndolo como fascismo. Porque, a diferencia del nazismo en el cual, por ejemplo, hay un sólo arte y una sola arquitectura, y si estaba Albert Speer no cabía Mies van der Rohe, en el fascismo no sólo no hay quintaesencias sino tan siquiera una sola esencia. Marinetti, Farinacci y Bottai, D"Annunzio o Pound podían convivir en un colage de diferentes ideas artísticas e incluso filosóficas. Pero no nos confundamos con la estética: la tolerancia política fue cosa diferente, a muchos les costó la muerte, la cárcel o el exilio. El poder legislativo se convirtió -¿a que esto ya suena más próximo?- en mera ficción por reflejar sólo una mayoría mecánica e inamovible. Cualquier oposición parlamentaria era primero silenciada como traición a la patria, a los perennes intereses que sólo los providenciales dirigentes encarnan y pueden definir. Por último se la suprime. Respecto al llamado poder judicial nunca ha sido, históricamente, bastión alguno frente a las dictaduras, parlamentarias o no.