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Todo tikuna anhela con estar en un lugar único, es más que un espacio físico, es una condición espiritual y ese lugar es el que habitaba Yuche, el primer tikuna.
Yuche vivía en una hermosa choza en un claro en medio de la arena cálida que bordea un arroyo de hermosura sin igual, parecería una simple descripción de un sencillo lugar pero es justamente su elementalidad lo que le confería no solo belleza sino una pureza total.
Y aunque extasiado por el perfectamente hermoso recinto que habitaba, su felicidad no era completa porque él vivía solo, era el único hombre que poblaba la tierra,el resto de habitantes eran las especies animales y vegetales, pero él era un ser sin par.
Yuche veía pasar el tiempo y las especies, los monos, las perdices y los paujiles que siempre lo acompañaban dejaban su existencia y luego eran remplazados por otros, el tiempo era una constante de vida y rápida muerte para todas las especies, menos para él.
Una mañana Yuche se sumergió en el arroyo para refrescar su cuerpo y en el reflejo del agua cristalina se encontró con un rostro viejo, el suyo, y claro, no podía ser de nadie más porque él era el único hombre. Yuche enfureció pero luego la tristeza lo arrebató e imaginó partir del mundo pronto, solo como siempre y también imaginó dejar sola a la naturaleza que era su vasta pero indivisible compañera.
Una mañana Yuche se sumergió en el arroyo para refrescar su cuerpo y en el reflejo del agua cristalina se encontró con un rostro viejo, el suyo, y claro, no podía ser de nadie más porque él era el único hombre. Yuche enfureció pero luego la tristeza lo arrebató e imaginó partir del mundo pronto, solo como siempre y también imaginó dejar sola a la naturaleza que era su vasta pero indivisible compañera.