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Los primeros capítulos nos brindan el marco histórico de la sistemática e inescrupulosa apropiación de parte de los mistis, aprovechándose de la ignorancia de la gente, de las zonas de cultivo y pastoreo de los nativos andinos.
Los indígenas hallándose desprovistos de sus recursos de subsistencia y careciendo de todo apoyo de las autoridades fueron forzados a la pobreza y humillación.
Con la llegada de una clase de potentados, en la ciudad de Puquio comenzaron a convivir indígenas, mestizos y blancos. Estas clases raras veces se mezclaban, con excepción de la fiesta indígena Turupukllay, donde todo el poblado convergía a celebrar una especie de corrida de toro.
Esta convivencia, al parecer pacífica, se interrumpe cuando el nuevo subprefecto trata de instaurar medidas más “civilizadas”.
Esta resolución incita conflictos que dividen a los puquieños entre aquellos que querían preservar una tradición autóctona y los que, por congraciarse con las autoridades y en nombre del desarrollo, quieren cambiar las prácticas festivas.
Los planes para la fiesta siguen adelante, pero los preparativos se llevan a cabo en dos planos diferentes.
El arreo del Misitu en las zonas altas exalta la determinación del indio, mientras que las autoridades se empecinan en ejecutar las órdenes gubernamentales.
Este micro-mundo es emblemático de las disparidades entre la sierra (Puquio) y la costa (Lima) y la falta de comunicación que, a pesar del trazado de carreteras, no logra salvar las distancias culturales y sociales.
La supremacía limeña parece establecerse no sólo a través de la imposición de la autoridad sino de la conversión de serrano residiendo en Lima a los valores costeros.
Esta obra exalta dos virtudes indígenas que parecieron verse amenazadas a desaparecer por la impuesta autoridad de los mistis, la dignidad y el sentido de comunidad de los nativos andinos.
Arguedas, una vez más, a través del relato de la Yawar Fiesta celebra la victoria cultural indígena forjada a través de la voluntad mancomunada de mantener en alto la dignidad de raza.
Los indígenas hallándose desprovistos de sus recursos de subsistencia y careciendo de todo apoyo de las autoridades fueron forzados a la pobreza y humillación.
Con la llegada de una clase de potentados, en la ciudad de Puquio comenzaron a convivir indígenas, mestizos y blancos. Estas clases raras veces se mezclaban, con excepción de la fiesta indígena Turupukllay, donde todo el poblado convergía a celebrar una especie de corrida de toro.
Esta convivencia, al parecer pacífica, se interrumpe cuando el nuevo subprefecto trata de instaurar medidas más “civilizadas”.
Esta resolución incita conflictos que dividen a los puquieños entre aquellos que querían preservar una tradición autóctona y los que, por congraciarse con las autoridades y en nombre del desarrollo, quieren cambiar las prácticas festivas.
Los planes para la fiesta siguen adelante, pero los preparativos se llevan a cabo en dos planos diferentes.
El arreo del Misitu en las zonas altas exalta la determinación del indio, mientras que las autoridades se empecinan en ejecutar las órdenes gubernamentales.
Este micro-mundo es emblemático de las disparidades entre la sierra (Puquio) y la costa (Lima) y la falta de comunicación que, a pesar del trazado de carreteras, no logra salvar las distancias culturales y sociales.
La supremacía limeña parece establecerse no sólo a través de la imposición de la autoridad sino de la conversión de serrano residiendo en Lima a los valores costeros.
Esta obra exalta dos virtudes indígenas que parecieron verse amenazadas a desaparecer por la impuesta autoridad de los mistis, la dignidad y el sentido de comunidad de los nativos andinos.
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