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Las razones políticas pueden ser de diverso rango y pelaje, aunque en casi todos los casos salen casi siempre perdedoras la verdad, la justicia y otros valores sustanciales, tanto personales como colectivos. Este hecho es tan antiguo como la propia Humanidad, si bien, según los momentos, su uso ha sido mayor o menor. Nicolás Maquiavelo canonizó el vínculo entre éste y sus consecuencias en los años treinta del siglo XVI, en lo que más tarde se conocerá, según frase que ha hecho fortuna ,como la Razón de Estado. "Cuando un príncipe dotado de prudencia -escribió el famoso autor italiano- ve que su fidelidad en las promesas se convierte en perjuicio suyo y que las ocasiones que le determinaron a hacerlas no existen ya, no puede y aun no debe guardarlas, a no ser que él consienta en perderse". Así pues, en su opinión, el cumplimiento de lo prometido a los ciudadanos se mantendría siempre que no le perjudicase a quien las hizo en una situación concreta. No fue Maquiavelo, sin embargo, su descubridor, sino más bien un testigo cualificado de esta realidad y el principal formulador de esa relación.
Desde entonces ha llovido mucho, pero el uso de la razón política confundida con el interés personal o de grupo no ha decaído, si bien desde la publicación de El Príncipe se sucedieron críticas permanentes a muchas de las ideas plasmadas en este libro, e incluso intentos de casar en parte el contenido de la obra con la moral (lo que en los siglos XVI y XVII se conoció como Tacitismo). Reparos en definitiva en nombre de principios éticos, dirigidos hacia la falta de escrúpulos en el ejercicio del poder, pero que a la postre no se plasmarían en la modificación de esa realidad, ni tan siquiera la propia de aquellos que los habían esgrimido. Eso sí, los responsables de los gobiernos rara vez reconocieron que las observaciones de Maquiavelo fuesen válidas y mucho menos que fueran a aplicarlas.