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El ser humano todo lo convierte en objeto de industria y compraventa, desdeñadas unas reglas no escritas, cuyo incumplimiento, antes o después, ha de volverse con certeza en contra suya. La insolidaridad que preside las relaciones del hombre con el mundo es el resultado de un egoísmo inmediato y mezquino, que siente las premisas de un enigmático cataclismo, al acecho en las oscuras y pacientes cavernas de la fatalidad. Pero ¿cómo podría ser de otra manera, si ya la solidaridad dentro del campo estrictamente humano casi del todo se ha extinguido? Cada hombre se transformó en una isla que, junto a las otras y separadas de ellas, compone un inconexo y lóbrego archipiélago. No hay apenas sólidos puentes que las unan; sólo quebradizos andariveles que, a las primeras embestidas, ceden y rompen la comunicación. No recuerda el hombre que las visibles diferencias entre unos y otros, por enormes que le parezcan, al lado de lo que significa pertenecer al común género humano, se disipan. Ni razas, ni ideologías, ni clases sociales, son más que leves matices de una condición esencial: la de habitantes de un planeta perdido entre galaxias. Y es en vano vociferar las grandes palabras -religiones, credos, abnegación, libertades, patrias-, que sólo sirven para enmascarar posiciones de absoluto egoísmo, y para mantener privilegios, apartando a los demás de ellos.