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La designación de César Isella, por parte del gobierno argentino, como “Embajador de la Música Latinoamericana” con rango de subsecretario de la Nación, es un gran suceso en nuestra historia musical, por su valor simbólico. Y, como instrumento de un cambio, podría serlo la creación del Instituto Nacional de la Música, un proyecto de Eric Calcagno que pareciera prosperar en la Cámara de Diputados. Ambas noticias son alentadoras. Es malo, sin embargo, que pasen desapercibidas y no las acompañe un debate esclarecedor sobre lo que está en cuestión. El país ignora su trayectoria musical, al menos en lo que se refiere a la satelización cultural que le fue impuesta y, más precisamente, al rol que cumplió la extranjerización cultural de nuestras élites, cuya inautenticidad y rastacuerismo se reveló eficaz para anular y distorsionar toda tentativa de creación autónoma, en éste y otros ámbitos de la vida artística. Si tuvimos de todos modos una creación auténtica, especialmente en el ámbito de la música popular, el mérito le es ajeno a la cultura oficial, ya que ocurrió al margen de su influjo y, más precisamente, a pesar de su presión, desalentadora.
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