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Se me ha pedido plantear preguntas a la teología desde la perspectiva de un filósofo que se reconoce a sí mismo como cristiano, lo que confiere a la cuestión un carácter distinto del que tendría si se hiciera de una forma neutral o puramente objetiva (si es que puede darse algo así), no porque ello afectara necesariamente al modo de entender la filosofía, sino porque el interés por la teología se vuelve mucho más vivo y concreto.
Ahora bien, cuando comencé a examinar qué preguntas desafiantes podía lanzar al ruedo de los teólogos congregados en este seminario, descubrí muy pronto que las dudas que más inmediatamente se agolpaban en mi mente no estaban dirigidas en primer lugar a la fe como tal, ni siquiera a la reflexión teológica sobre la fe, sino más bien al ejercicio magisterial de la teología. Creo, sin embargo, que no sería justo enrostrarle este tipo de preguntas a teólogos que en su gran mayoría se mantienen ajenos a los ajetreos de la alta política eclesial, y que probablemente tienen dudas bastante parecidas a las mías. Por lo tanto las dejo de lado, no sin dejar de notar que el solo hecho de poner estas cuestiones entre paréntesis sugiere interrogantes acerca de las dimensiones y alcances de la relación entre la teología académica, comprometida ¾al igual que la filosofía académica¾ con la pura búsqueda de la verdad, y los compromisos magisteriales y pastorales, que sin duda son inseparables de esa búsqueda, y quizás hasta le confieren su sentido más propio.
He decidido orientar mis planteamientos hacia otra cuestión, seguramente menos interesante desde el punto de vista de su virtual carga polémica, pero más fundamental en lo que concierne a lo específico de la relación de la teología con la filosofía.
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