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El Frente Occidental de la Primera Guerra Mundial se abrió en 1914 después de que el ejército del Imperio alemán invadiera Bélgica y Luxemburgo, por lo que consiguió el control militar de importantes zonas industriales de Francia. El avance del Imperio sufrió un giro dramático luego de la primera batalla del Marne, donde venció la alianza entre Francia y el Reino Unido. Ambos bandos —Aliados y Potencias Centrales— se instalaron en una línea sinuosa de trincheras fortificadas, que se extendían desde el mar del Norte hasta la frontera de Suiza con Francia. Esa línea se mantuvo estática durante la mayor parte de la guerra.
Entre 1915 y 1917 ocurrieron grandes ofensivas a lo largo del frente. En los ataques se llevaron a cabo enormes bombardeos con artillería, y grandes movilizaciones de infantería. La combinación de trincheras, ametralladoras, alambre de espino y artillería infligieron muchas bajas en las fuerzas atacantes y defensoras. Como resultado, no se conseguían avances significativos. Entre las más costosas de estas ofensivas estuvieron la batalla de Verdún, la batalla del Somme y la batalla de Passchendaele —con cerca de 700 000, 1 000 000 y 600 000 muertos respectivamente—. En un esfuerzo por disolver el estancamiento, este frente permitió la introducción de nuevas tecnologías bélicas, como el gas venenoso, aviones de combate y tanques. Pero solo tras la adopción de tácticas militares perfeccionadas se logró recuperar cierto grado de movilidad.
A pesar del estancamiento de este frente, este escenario resultó ser de decisiva importancia. El avance inexorable de los ejércitos aliados en 1918 convenció a los comandantes alemanes de que la derrota era inevitable, y el gobierno se vio obligado a negociar las condiciones de un armisticio.
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