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André Hauriou ha dicho que los movimientos constitucionalistas están jalonados por revoluciones; asimismo, que no existen dos iguales, ya que se desarrollan en relación directa a las características de cada país.[1] El nuestro no es la excepción; la Constitución de 1917 se expide como “[…] que reforma la Constitución de 1857” aunque es la obra de un Congreso Constituyente[2] convocado después de la lucha armada, y no uno constitucional. El texto de 1857, con reformas, permitió después de casi cincuenta años de inestabilidad política,[3] el funcionamiento del Estado entre 1867 y 1913, año del levantamiento de Carranza contra el gobierno de Victoriano Huerta.[4] Aunque careció del carácter social que distingue a la de 1917 incluyó los entonces llamados “derechos del hombre” en el Capítulo Primero del Título Primero.
Una característica que vincula a las dos constituciones que aquí se estudian es que proceden de sendos movimientos armados que buscan cambiar el “estado de cosas.” Al estudiar la Constitución de 1917 Ulises Schmill afirma que el Plan de Guadalupe de 25 de marzo de 1913, “debe ser considerado como la Constitución del movimiento revolucionario”,[6] por la línea de legitimidad que se encuentra entre un texto y el otro.[7] Por lo que toca a la Constitución de 1857, la Convocatoria al Constituyente se hizo invocando el artículo 5º del Plan de Ayutla de 1854, reformado en Acapulco, el 11 del mismo mes y año, que desconoció a Su Alteza Serenísima, facultando al Presidente Interino [Juan Álvarez] a convocar una Congreso Extraordinario para “conformar a la nación”, tarea que realizó Comonfort a través de un Congreso Constituyente.[8] De otro parte, el Plan de Guadalupe, reformado el 12 de diciembre de 1914, facultaba a Carranza para restaurar el orden constitucional y convocar a elecciones generales.
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