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Como afirma Julio Cortazar en uno de sus poemas, «Uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amo la vida, y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas». La mayoría de las personas, especialmente a partir de una cierta edad, mantienen una relación afectiva con algunos lugares, habitualmente porque los asociamos con vivencias importantes, especiales, que crearon una huella mnésica, un recuerdo. A través del olfato, que es el sentido con mayor poder evocador, reconocemos, casi inconscientemente, ciertos aromas. Al entrar por ejemplo a la casa de nuestra infancia, subir al desván, bajar al jardín... vamos identificando cada uno de los olores, y acuden a nuestra mente todos los recuerdos de lo que allí vivimos.
Además, también desarrollamos lazos afectivos con los objetos. Esto puede suceder por su contenido simbólico, como es el caso de un anillo, o una pulsera, que representa nuestra vinculación con una persona. Una señal de amor, por ejemplo. Los seres humanos necesitamos crear símbolos que otorguen significados más allá de los que el objeto posee por sí mismo. Gracias a estas representaciones concretas alcanzamos una sensación de control sobre aquellas sensaciones o ideas abstractas y escurridizas. Por ejemplo, al anillo que colocamos en nuestro dedo durante la celebración del matrimonio le llamamos «alianza». Con ello representamos una unión con la persona amada que se prolongará en el futuro. Pero no existe una absoluta certeza acerca de la estabilidad de la relación y del amor ante posibles dificultades venideras. Sin embargo, ese anillo nos aporta seguridad, además de otras funciones de comunicación social. Del mismo modo que ponernos una camiseta de nuestro grupo favorito nos hace sentirnos más cerca del mismo.
Otra forma de vincularnos emocionalmente con los objetos es el animismo. Se trata esta de una creencia de matiz religioso según la cual todos los objetos (así como cualquier elemento natural -montañas, ríos, etc.-) están dotados de alma. Aunque nos parezca algo alejado de nuestra cultura, seguramente conocemos a personas que se comportan con ciertos objetos de un modo afectivo, ya sean sus libros, su ordenador, su teléfono móvil, sus pantalones vaqueros, su coche, su guitarra. Objetos que nos han acompañado en muchas ocasiones, con los que efectivamente desarrollamos sentimientos. Y esto se vuelve más claro el día que tenemos que despedirnos de ellos.
Las personas somos seres afectivos. Encontramos nostalgia en una puesta de sol y sentimos vigor frente a un amanecer. Identificar estos afectos es una forma de disfrutar de ellos, y de prevenir situaciones patológicas para que esos lazos no se tornen demasiado apretados.
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ambos somos frágiles
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