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El tronar de las modernas armas españolas hizo correr despavoridos a las tropas quiteñas, protectoras de Atahualpa, de la plaza de Cajamarca. Atahualpa había aceptado la invitación de Francisco Pizarro para parlamentar y esperaba capturar al “jefe de los barbudos”, pero todo estaba sucediendo al revés.
Las calles que daban a la salida de la ciudad habían sido bloqueadas con troncos por las huestes de Pizarro, por lo que las tropas de Atahualpa –que habían acudido sin armas, confiando en su número– no podían escapar.
Cientos de indios arremolinados morían aplastados. Como en toda batalla, el factor sorpresa fue decisivo. Atahualpa, confundido por el ruido de las explosiones y el griterío de los naturales, vio desde su tarima como aniquilaban a espada a cerca de 3,000 de sus guerreros.
A pesar de que se había dado la orden de dejar con vida al inca, el mismo Pizarro tuvo que defenderlo de la furia de sus soldados, por lo que recibió una herida en el brazo derecho. Tras la masacre, y tomado prisionero, Atahualpa tenía la seguridad de que no lo matarían.
Esa misma noche, a la luz de las antorchas, Pizarro y el monarca prisionero cenaron juntos. Con la ayuda de un intérprete tallán, a quien llamaban Martinillo, Pizarro le dijo al inca que no estuviera triste, que en los lugares a donde habían llegado habían hecho amigos y vasallos del emperador don Carlos de Habsburgo, “por la paz o por la guerra”.
Atahualpa, altivo, sin perder su majestad, respondió que no necesitaba de los consuelos del jefe de los cristianos, que “usos son de la guerra el vencer o ser vencido”.
Pizarro, al ver tal majestad en el inca vencido, lo trató con respeto. No le puso grillos ni cadenas en la celda donde lo confinó. Era la noche del 16 de noviembre de 1532.
Después de meses de prisión y de entregar un enorme pago por su liberación, la vida de Atahualpa pendía de un hilo. Algunos lugartenientes de Pizarro temían una incursión de un ejército de rescate: otros preferían mantenerlo con vida para, así, obtener mayores riquezas en oro, plata y finos vestidos, a cambio de la libertad del inca cautivo.
Sin embargo, ante la gran tensión que ocasionaba el cautiverio del inca entre los oficiales españoles, Pizarro ordenó su muerte. Atahualpa fue asesinado en el centro de la plaza de Cajamarca, con la pena del garrote, el 26 de julio de 1533. Su cuerpo quedó en la plaza toda la noche. Ningún natural se atrevió a retirarlo. Unos por miedo a los españoles, otros como muestra de desprecio al inca fratricida. Dice el cronista que cuando llegó la aurora, un gallo cantó. Los indígenas creyeron que lloraba por el inca muerto y llamaron al gallo “hualpa”, por “haber sido el último de acordarse de Atahualpa”.
Al día siguiente, que fue domingo, se procedió a realizar los funerales del último inca emperador. El pintor peruano Luis Montero perennizó este hecho en un famoso óleo que se puede apreciar en el Museo de Arte de Lima.
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