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Una de las cosas que siempre me han gustado de Colombia es la baja intensidad del nacionalismo. En otros países, como Argentina y México, el nacionalismo cala tan hondo que es aparente en cualquier manifestación cultural, y se ha utilizado constantemente como instrumento de movilización política, con altos componentes de dogmatismo y en no pocos casos de persecución a la disidencia como “apátrida”. En Colombia, en cambio, la pertenencia a la nación tradicionalmente no ha generado un sentimiento agudo.
Obviamente, como todo exceso, la falta de identificación nacional ha sido problemática. Como señalan los historiadores, Colombia es una nación fragmentada geográficamente, y los regionalismos han tendido a primar sobre la pertenencia nacional. Ello ha dificultado la formación de un Estado que alcance de manera igual todos los rincones del país, y de una sociedad que comparta espacios públicos y culturales, lo cual es importante para la construcción de ciudadanía.
Pero los signos recientes de nacionalismo que empiezan a dominar el discurso político preocupan, pues son muchos y nada saludables para la democracia. Los ejemplos no sólo incluyen el absurdo llamado a incumplir el fallo de La Haya con el argumento de que es una afrenta contra la soberanía. Está también la crítica a la última sentencia de la Corte Interamericana, que condenó al Estado por actos de sus propios agentes contra la población civil. Y la defensa del fuero militar con la asombrosa justificación de que las ONG internacionales interfieren indebidamente en asuntos internos por el hecho de defender ciertas posturas en la arena política.