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Durante milenios el hombre llevó una existencia itinerante, dedicándose a la caza o la recolección y viviendo en pequeños grupos, repartidos sobre amplios territorios. En el neolítico, con el desarrollo de la agricultura empezaron a constituirse aldeas más estables y también más pobladas, aunque sin pasar todo lo más de algunos centenares de habitantes. Fue únicamente en torno al año 3000 a.C. cuando aparecieron los primeros núcleos de población a los que podemos dar el nombre de ciudad. Desde entonces la «revolución urbana» no dejó de extenderse, cambiando por entero el curso de la historia de la humanidad.
Esta gran transformación se inició en un espacio geográfico preciso: la cuenca del Tigris y el Éufrates, en el actual Iraq. Gracias a las condiciones naturales de la región, desde hacía tiempo había florecido allí la actividad agrícola y manufacturera, aprovechando a la vez una serie de innovaciones técnicas fundamentales, como el arado de sembradera, el torno de alfarero, la rueda o la vela. La construcción de una red de canales favoreció asimismo la agricultura y el comercio, mientras que la invención de la escritura permitió una mejor contabilidad de las transacciones económicas. Dentro de cada grupo humano se acentuó la división del trabajo, para atender a las nuevas demandas de una economía en expansión.