• Asignatura: Contabilidad
  • Autor: danielanoemisantacru
  • hace 4 años

la democracia como principio generador del bienestar común.

Respuestas

Respuesta dada por: DAYANAYAYNOA12345
5

Respuesta:

Dos son a mi juicio los problemas fundamentales que la sociedad moderna debe plantearse y resolver seria y honradamente, si seria y honrada es su aspiración a realizar un orden social democrático: Uno es el problema de la representatividad política; el otro es el de la competencia ciudadana. Ambos están íntimamente relacionados, no pudiéndose resolver el primero sin abordar el segundo: sin competencia ciudadana no hay verdadera representatividad.

Carente de esa premisa, el intento moderno por superar el despotismo ilustrado conduce a una forma de democracia meramente formal, enmascaradora del paternalismo de una sociedad del bienestar, obra de ingenieros sociales. En el mejor de los casos lo que hoy llamamos democracia no ha pasado de ser una nueva forma de aristocracia, y en el peor de ellos una forma de oligarquía. Michel Foucault ha descrito muy bien el proceso histórico de transformación de las técnicas de poder, desde un ejercicio brutal y despótico a un ejercicio suave y bondadoso cuya denominación adecuada es paternalismo.

Afincada en un racionalismo instrumental, la mentalidad moderna construye sus teorías de la sociedad a través de dos patrones alternativos: uno de raíz kantiana, que busca el establecimiento de sistemas regulativos que garanticen a priori la igualdad y la justicia, y otro de raíz utilitarista que mide la actuación humana desde el rasero de la eficacia y del resultado. Ambos criterios aparecen barajados en proporciones diferentes en las formas concretas de sociedades democráticas existentes, dando el Estado Social prioridad a las reglas, mientras el Régimen de Mercado acentúa el criterio utilitarista. Común a ambos modelos es la reducción de la pluralidad concreta de «los hombres» a la pluralidad abstracta y descarnada de «el hombre», ese hombre de la estadística que es al mismo tiempo todos y ninguno; es decir, la reducción de la subjetividad de un «tú» y un «yo» a la objetividad de un «él», sin por ello dejar de hablar de Yos transcendentales y de intersubjetividades. Mientras que lo que preocupa, por ejemplo, a John Rawls es la construcción de un ámbito institucional que garantice la bondad de las acciones distributivas de la justicia, quiere Habermas establecer a priori los cauces de un diálogo social que garantice el consenso y la legitimidad democrática. La participación ciudadana en esas teorías de la sociedad es una participación abstracta, alejada de toda concreción cotidiana.

A este lado del Pirineo, sin ser filósofo político, nuestro Antonio Machado nos recuerda que no hay caminos a priori, sino que todo camino se hace al andar.  

Explicación:

Pero -dirán ustedes- ¿acaso las reglas mismas no son resultados de la actividad de los individuos? Justamente eso es lo que sostengo. El diálogo y el acuerdo no necesitan reglas previas, las reglas se forjan en el propio diálogo. Si no hemos de caer en un utilitarismo de la regla, lo importante será la capacidad cívica y ética de los individuos, pues donde hay buen cocinero la buena cena se da por añadidura, pero donde los cocineros tienen que estar siguiendo las recetas culinarias al pie de la letra, la calidad del resultado es altamente insegura. Una cosa son las reglas como expresión de una experiencia asimilada («Del acto nase la costume e de la costume nase la ley» como diría el Rey Sabio) y otras son las reglas estipuladas por unos para ser seguidas por otros. Si no jugamos todos, más vale romper la baraja.

El porvenir democrático de la sociedad del siglo XXI no depende de meras constituciones y parlamentos; lo más importante es la capacidad y la convicción democrática de los ciudadanos, desarrollada en su propio ejercicio. Lo decisivo para el diálogo político y social no son las reglas que le dan estructura sino el derrotero del diálogo y la conciencia de que no se dialoga dentro de un cauce de valoraciones y convicciones preestablecidas e inalterables -lo cual implica manipulación y ejercicio de poder-. El valor de un diálogo auténtico, reside en que él mismo va estableciendo y modulando convicciones y valoraciones.

Estoy apuntando a una concepción de la democracia fundamentada en la ética y en la retórica, no en la ciencia jurídica y en la politología. Sin negar el valor de las buenas reglas y de los buenos resultados, pongo por encima de ellos el valor de la virtud cívica. Pues es ésta la que da sentido a las reglas y a los resultados; no al contrario, como nos induce a creer la ciencia social positiva. Se trata de una comprensión a partir de la actividad, no de la estructura. A un discurso del sustantivo y una ética del adjetivo, tan amados por la modernidad, quiero anteponer un discurso del verbo y una ética del adverbio.

Preguntas similares