Resumen del libro El poder invisible del volcán.
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El sol no había salido aún sobre las serranías de Gran Sangir, pero su primera claridad teñía al volcán de un matiz púrpura. La parte baja de la montaña todavía estaba en sombras y sus estribaciones se precipitaban al océano como si fueran las raíces de un tronco gigantesco, quebrado en un punto.
Satu, el muchacho, se acomodó entre las altas rocas del lodo sur de la pequeña bahía existente en la costa occidental de lo Isla. Respiró hondo. Había corrido todo el trecho desde la cosa de su padre para venir a ver salir el sol sobre el volcán. Lo fascinaban los penachos de vapor que flotaban por encima del cráter, y desde su seguro apostadero con frecuencia saludaba a la mañana, observando cómo el color vivo envolvía a la montaña a medida que el día la rodeaba.
El mar azul que se estiraba unos tres kilómetros entre él y el volcán estaba tranquilo esa mañana; una brisa levísima rizaba las aguas. La marea se había retirado, y desde las rocas coralinas de la costa cercana le llegaba el penetrante olor del agua salada. Lo inspiró con regocijo, al tiempo que recordaba que ya estaría listo el pescado para el desayuno y que sería mejor que regresara a casa.
Entonces vio al pequeño navío que hacía viajes entre las islas doblando la punta que protegía a la bahía por el sudoeste. Era un barco de carga, y no venía muy a menudo. Satu se detuvo; sintió que lo embargaba una extraña excitación. Se olvidó de la prisa de momentos antes por correr a su casa para el desayuno. El desembarcadero estaba tan cerca que podía quedarse donde estaba y observar la operación de descarga. O, mejor aún, podía ir hasta el mismo desembarcadero. Se puso de pie entre las rocas, como un pájaro listo para emprender el vuelo. Estaba indeciso.
El barquito se acercaba cada vez más. Satu vio que los marineros preparaban las sogas y luego enlazaban los gruesos postes de madera que sobresalían del agua en el muelle. El muchacho no esperó más. Descendió rápidamente de su mirador y corrió hacia el desembarcadero.
Crujiéndole el maderamen, el barco se acomodó perezosamente junto al viejo muelle de madera.
Durante sus doce años de vida, Satu había visto muchas veces la carga y descarga del barco, pero entonces vio en la cubierta algo que le hizo saltar el corazón dentro de su pecho desnudo. Ya se daba cuenta de que ese desembarco no sería como otros. Sobre cubierta había pilas de cajas de extraña apariencia y había también gente vestida con ropas raras, muy raras.
Esa gente no se parecía a ninguna que hubiera visto antes. Eran cuatro personas, una familia, supuso él: el hombre, la mujer y dos niños. Había un muchacho como de su edad y una niñita de pocos años.
—¿Quiénes son? —le preguntó a un marinero, señalando con su dedo bronceado a los recién llegados.
—Son maestros. Vienen de un país llamado Europa.
Así comienza el primer capítulo del libro del año 2016, El poder invisible del volcán. Relata la historia real de una familia de misioneros entre nativos de las Islas Célebes.