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a escuela, desde su fundación, ha tenido la función de formar a los educandos. Este verbo se refiere a la
tarea de acompañar y suscitar la forja del carácter de la persona de los alumnos. Está intención no por
aceptada y común tiene una definición fácil pues los límites de tal formación son inciertos. Las personas
gozamos de motivos, deseos e impulsos cuyo desarrollo en la vida cotidiana puede suscitar conflictos o
dilemas ante los cuales se ha de tomar una decisión mediante la cual se pueda encauzar, quizá resolver,
ese dilema o ese conflicto. La formación alude a la tarea personal de reconocer primero la realidad de la
existencia subjetiva de tales motivos, deseos e impulsos, luego reconocer la trayectoria que recorren en
nosotros y, finalmente, la orientación de las decisiones ante los conflictos que enfrentan a los motivos,
orientadores de las decisiones, con las realidades concretas. Además, alude a las relaciones de tal
realidad subjetiva con los diversos aspectos y los múltiples materiales del mundo objetivo o externo a la
persona, incluidas las otras personas; y, finalmente alude a cómo construimos y detectamos un sentido en
las consecuencias personales y sociales de las decisiones tomadas para atender esos conflictos y dilemas
y, sobre todo, para hacernos cargo de tales decisiones y consecuencias. Y todo eso en compañía de otros
que llamamos formadores.
El sólo enunciado anterior justifica la dificultad de formular una definición de formación que no sea
narrativa o descriptiva pues esta tarea está hecha, tanto en el formador como en el formando, de suscitar
la conciencia y posterior explicación de límites, orientaciones, posibilidades y criterios de actuación
implícitos, desde el momento de reconocer la propia dinámica humana personal hasta la aceptación de
las consecuencias.