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Explicación:
Menchú narra la tortura y ejecución de su hermano Petrocinio a manos de miembros del Ejército guatemalteco en la plaza de un pequeño pueblo llamado Chajul, destino de una peregrinación anual de fieles al santo local. He aquí una parte de su relato:Ya después, el oficial mandó a la tropa llevar a los castigados desnudos, hinchados. Los llevaron arrastrados y no podían caminar ya. Arrastrándoles para acercarlos a un lugar. Los concentraron en un lugar donde todo el mundo tuviera acceso a verlos. Los pusieron en filas. El oficial llamó a los más criminales, los «kaibiles», que tienen ropa distinta a los demás soldados. Ellos son los más entrenados, los más poderosos. Llaman a los kaibiles y estos se encargaron de echarles gasolina a cada uno de los torturados. Y decía el capitán, este no es el último de los castigos, hay más, hay una pena que pasar todavía. Y eso hemos hecho con todos los subversivos que hemos agarrado, pues tienen que morirse a través de puros golpes. Y si eso no les enseña nada, entonces les tocará a ustedes vivir esto. Es que los indios se dejan manejar por los comunistas. Es que los indios, como nadie les ha dicho nada, por eso se van con los comunistas, dijo.
Y continúa Menchú describiendo las acciones de los militares contra los indígenas:
Al mismo tiempo quería convencer al pueblo pero lo maltrataba en su discurso. Entonces los pusieron en orden y les echaron gasolina. Y el ejército se encargó de prenderles fuego a cada uno de ellos. Muchos pedían auxilio. Parecían que estaban medio muertos cuando estaban allí colocados, pero cuando empezaron a arder los cuerpos, empezaron a pedir auxilio. Unos gritaron todavía, muchos brincaron pero no les salía la voz. Claro, inmediatamente se les tapó la respiración. Pero, para mí era increíble que el pueblo, allí muchos tenían armas, sus machetes, los que iban en camino del trabajo, otros no tenían nada en la mano, pero el pueblo, inmediatamente cuando vio que el ejército prendió fuego, todo el mundo quería pegar, exponer su vida, a pesar de todas las armas Ante la cobardía, el mismo ejército se dio cuenta que todo el pueblo estaba agresivo. Hasta en los niños se veía una cólera, pero esa cólera no sabían cómo demostrarla. Entonces, inmediatamente el oficial dio orden a la tropa que se retirara. Todos se retiraron con las armas en la mano y gritando consignas como que si hubiera habido una fiesta. Estaban felices. Echaban grandes carcajadas y decían: ¡Viva la patria! ¡Viva Guatemala! ¡Viva nuestro presidente! ¡Viva el ejército!1
En buena medida, la fuerza de este pasaje deriva del hecho de que pretende ser el relato de un testigo, es decir, un testimonio en el sentido legal. Menchú estuvo allí; ella y su familia viajaron toda la noche por los senderos de la montaña para llegar a Chajul; como los Evangelistas, ella vio con sus propios ojos las terribles heridas infligidas en el cuerpo de su hermano, lo vio ser quemado vivo, sintió la rabia de la muchedumbre contra los kaibiles. Cuando alguien se dirige a nosotros de esta manera –con la voz propia–, incluso aunque se trate de alguien a quien normalmente no haríamos caso, se nos pone en la obligación de responder; como respuesta a esa obligación, podemos actuar o no, podemos tomarla a mal o aceptarla con agrado, pero no podemos hacer caso omiso de ella. El testimonio nos reclama una reacción.
Esta voz, ¿es tranquilizadora o perturbadora? En parte es tranquilizadora, incluso en su expresión de estados de desesperación, sufrimiento y abyección extremos, como en este caso, porque ha sido producida para nosotros, en cierto sentido, y por gente como nosotros, people like us, como se dice en inglés: etnógrafos como Elizabeth Burgos, periodistas, Amnistía Internacional, psicoterapeutas, pequeñas editoriales feministas, comisiones de la verdad, y en un género narrativo –la autobiografía o el Bildungsroman–, que es la forma que probablemente le daríamos a la historia de nuestra propia vida.