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El género epistolar constituye una de las formas literarias que data de larga trayectoria en la cultura occidental, remontándose a la Antigüedad clásica ‒baste mencionar las conocidas cartas de Cicerón o de Horacio‒, e incluso al antiguo Egipto, con las Sebayt (III milenio a.C.) que realizaban los escribas con fines didáctico-moralizantes y cívicos y, por supuesto, no debe omitirse el epistolario bíblico. En la Edad Media y durante el Renacimiento, este género continuó su evolución, especialmente con Erasmo de Rotterdam y, para el siglo XIX, en pleno Romanticismo, alcanzó un período de esplendor, en tanto posibilitó la expresión de emociones y sentimientos, es decir, la expresividad del individuo; no es casual que la mayoría del narrador de cartas sea en primera persona. Por ello, cabe señalar que esta herramienta narrativa se ha mantenido presente a lo largo de la historia, con diversas funciones, claro está, pero independientemente de ello, siempre registrando hechos menores y mayores de la vida humana.
La misiva responde a un acto comunicativo, palpablemente, y a menudo mantiene una estructura perfilada en la retórica como ars dictaminis, con sus respectivos y consabidos salutatio, captatio benevolentiae o expressio malevolentiae, narratio, petitio y conclusio.
Por otra parte, la carta es bidimensional, debido a que comporta tanto una perspectiva privada (micro, particular, biográfica) como una visión pública (macro, sociocultural) que registra contextos, textos, paratextos, discursos e ideologías (Hintze y Zandanel, 2012).
Consciente de esto, el doctor Jorge Chen Sham ‒profesor catedrático de la Universidad de Costa Rica, filólogo, poeta y reconocido investigador de las literaturas españolas, centro y latinoamericanas‒ en su nuevo libro Las Cartas de Eunice Odio a Rodolfo (2017), se aboca a la edición de la correspondencia entre la afamada escritora costarricense Eunice Odio, quien no necesita presentación, y su compañero sentimental y esposo, Rodolfo Zanabria.
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