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Koak cayó. Se precipitó interminablemente por incontables leguas de nubes y lluvia, la tierra debajo siempre justo fuera de su vista. A su alrededor volaban los dragones, con escamas rojas como la sangre y ojos de oro fundido, fantasmas carmesí en una tormenta eterna. Koak sentía su odio bullir y zarandear su cuerpo de orco.
Levantó un puño hacia los dragones y gritó con la autoridad del clan Faucedraco: —¡Obedecedme! —ordenó, pero su voz estaba contaminada por el miedo y la duda
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