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El número de horas de trabajo de los obreros en la Europa del siglo XIX fue muy variable, y sus condiciones laborales muy precarias, en función de la actividad desarrollada. En las fábricas algodoneras la duración de la jornada podía llegar a las quince horas. La duración de la jornada fue disminuyendo a lo largo del siglo XIX. Hacia 1870, los obreros ingleses trabajaban como media unas doce horas diarias y con pocos días de descanso. En la década de los años ochenta, la jornada se fue rebajando hasta las diez o nueve horas. Una de las grandes reivindicaciones de las organizaciones obreras durante todo el siglo XIX y los primeros años del siglo XX fue la jornada de ocho horas de trabajo, seis días a la semana. En algunos países de Europa se tardaron décadas en conseguirlo.
Mujeres y niños constituían una buena parte de la mano de obra de la época de la Revolución Industrial. En el año 1839, la mitad de la clase obrera británica estaba constituida por mujeres. En el inicio de la década de los años cincuenta, se sabe que trabajaba el 28% de la población comprendida entre los 10 y 15 años.
Los salarios eran muy bajos y muy ajustados para satisfacer las necesidades básicas de los trabajadores. El trabajo infantil estaba mucho peor remunerado, lo mismo que el de las mujeres, que percibían alrededor de la mitad del salario de los hombres. A partir de los años cincuenta, los salarios tendieron a subir, especialmente para los obreros cualificados, pero el nivel de vida de los trabajadores continuó siendo muy bajo.
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